ABORTO.
Dictan
auto de procesamiento a la mujer que abortó y traban embargo sobre sus
bienes
Juzgado
Nacional en lo Criminal de Instrucción Nº 4
Buenos
Aires, 2 de diciembre del 2005.
AUTOS Y
VISTA:
La causa
Nº 61.182/05 en trámite ante este Juzgado Nacional en lo Criminal de Instrucción
Nº 4, Secretaría Nº 113, seguida a M.F.W.
Y
CONSIDERANDO:
I. La
acción
El 25 de noviembre de
2005,
a eso de las tres de la tarde, la nombrada llegó a
la Fundación
Hospitalaria, ubicada en la Avenida Crámer 4601, de esta
ciudad, con fiebre y pérdida de sangre en la vagina. El médico ginecólogo que la
atendió diagnosticó que tenía un aborto provocado incompleto infectado. A raíz
de ello, se le practicó un legrado evacuador uterino complementario, debido a
que en el útero de W. habían quedado restos placentarios y al colocar el
espéculo (instrumento que sirve para visualizar el cuello uterino y la vagina)
se comprobó la presencia de un feto completo sin vida, de aproximadamente doce
semanas de gestación, el cual fue retirado.
Concretamente,
pues, se le reprocha a la imputada haber dado muerte a su hijo, cuando éste se
encontraba dentro del útero materno, cursando el tercer mes de
embarazo.
II. Las
pruebas
Sergio
Javier Paikovsky, especialista
en obstetricia y ginecología, declaró a fojas 8 y describió las circunstancias
en que encontró a la imputada. Dijo que el día 25 de noviembre de 2005,
alrededor de las 15, mientras estaba de guardia en la Fundación
Hospitalaria, le avisaron que había ingresado una paciente. Se
dirigió al consultorio de guardia, donde encontró a quien luego resultó ser W.,
junto con una persona que dijo ser su padre.
La
señorita le dijo que estaba embarazada y que tenía pérdida de sangre y dolor
abdominal, por lo que procedió a examinarla, constatando que tenía fiebre,
perdía sangre de la vagina con olor fétido y el útero estaba aumentado de tamaño
por gestación de entre dos y tres meses. Por su experiencia, sabía que la fiebre
y el olor fétido de las pérdidas son síntomas de infección; y la infección es
signo característico de los abortos provocados, motivo por el cual le preguntó a
la joven si se había hecho alguna maniobra para perder el embarazo, a lo cual
ésta le respondió que le habían colocado unas pastillas en la vagina, sin
especificar quién ni dónde. En atención al cuadro que presentaba, dispuso la
internación de W. en la clínica, y la realización de estudios, a la vez que se
le aplicó una tratamiento antibiótico endovenoso, profilaxis antitetánica,
estudios de laboratorio y radiológicos y electrocardiograma, con el fin de
llevar a cabo el legrado evacuador uterino complementario. Dicha operación se
cumplió a las 20 de ese día, ocasión en la que evacuó los restos placentarios y
un feto sin vida de alrededor de doce semanas de gestación. Señaló que los
abortos espontáneos raramente se infectan, razón por la cual coligió que se
trataba de uno provocado.
El
Subinspector Carlos Alberto Pinnola, dijo que el día 25 de noviembre de
2005, alrededor de las 17 fue a la Fundación
Hospitalaria. Cuando llegó al lugar, habló con el Dr.
Paikovsky, quien le refirió cómo habían ocurrido los hechos y le informó que a
las 20 le harían un raspaje a la joven W., fin de completar el aborto. Por esa
razón, notificó al médico interviniente que al finalizar con la operación debía
poner en resguardo la totalidad de los restos placentarios y fetales que se
extrajeran de la paciente, para realizar el correspondiente análisis
anatomo-patológico (fs. 1).
El
Cabo 1º Mario Rojas dijo que en la presencia de dos testigos procedió a
la notificación de los derechos y garantías de la imputada, le extrajo fichas
dactilares e implantó consigna (fs. 12).
El
Sargento Juan Carlos Rosso, a fojas 19, manifestó que se constituyó a
entrevistar a la imputada a fin de constatar de su domicilio, la cual finalmente
se pudo realizar, conforme surge de fs. 23.
A fojas
3 obra una constancia firmada por el aludido Paikovsky, de la cual surge que el
diagnóstico de la paciente W. es aborto provocado incompleto infectado. El
informe médico legal de fojas 18 certifica que al momento de su detención la
imputada estaba lúcida y orientada, y ratifica el diagnóstico del médico
interviniente.
Las
fotocopias de la historia clínica, agregadas a fs. 38/53, corroboran el
diagnóstico inicial del médico, aunque la ecografía que se le realizó estableció
la edad gestacional del niño muerto en ocho semanas. Esta información fue a su
vez volcada en el informe médico forense de fs. 54/56.
Completan
la prueba el acta de detención de fojas 13, realizada frente a los testigos
Marcela Liliana Hernández y Mariana Elsa Marcheagani, y el informe médico
forense de fs. 32, mediante el cual se estableció que la imputada estaba en
condiciones de prestar declaración en su lugar de
internación.
III. La
indagatoria
A fojas
31 W. dijo:
“Que el
día viernes pasado me sentía mal. Yo llamé a mi mamá y ella a mi papá. Mi papá
me fue a busca a mi casa de Campana. Tenía muchos dolores abdominales. También
tenía mucha temperatura. Me internaron y ahora estoy con medicación y esperando
el parte médico. Yo no sé nada. Yo tenía un atraso menstrual pero no sabía que
estaba embarazada. Yo tengo un nene de seis meses, hijo de mi actual pareja. Él
se llama José Justo Sánchez.”
Agregó
que no tomó medicación alguna para provocarse un aborto pues, tal lo dicho, no
sabía que estaba embarazada. Señaló que tres días antes había levantado un
recipiente pesado y sintió un tirón en el abdomen, a partir de lo cual comenzó a
tener fiebre. Dijo que tenía un atraso de un mes y medio, pero cuando llegó al
hospital le informaron que el atraso era de tres meses. No realizó durante ese
tiempo prueba alguna de embarazo.
“Yo soy
muy irregular. Tengo meses que me viene y meses que no. No me pareció nada rara
la situación.”
Finalmente,
refirió que no había cometido el delito hecho que se le
imputa.
IV. La
valoración de la prueba
W. fue a
la clínica porque tenía fiebre y pérdidas. Cuando llegó, espontáneamente le
contó de su embarazo al Dr. Paikovsky, quien la revisó y se dio cuenta que le
habían practicado un aborto, el cual no estaba completo y le había provocado una
infección, cosa de la que se advirtió por el olor de las citadas pérdidas y por
la fiebre. A su vez, constató que dentro del útero aún había un feto sin vida y
completo, de doce semanas de gestación.
Estas
revelaciones surgen no sólo del testimonio del médico –el cual de ningún modo se
presenta como inspirado en interés u odio contra su paciente- sino también de
las constancias que registró en la historia clínica, las cuales se compadecen
con el estado en que el Médico Forense encontró a W. al revisarla. Afirmo esto
pues el citado galeno se remitió a dicha historia clínica, sin cuestionar el
diagnóstico registrado allí por Paikovsky.
Este
último señaló que coligió que el aborto había sido provocado, pues en los casos
de abortos naturales no suele haber infección, la cual, a su vez, se puso de
manifiesto –como se dijo- por la fiebre y el olor fétido de las pérdidas
vaginales.
Es
cierto que al prestar declaración indagatoria la mujer negó haber cometido el
delito, y aún haber sabido que estaba embarazada. Este descargo se ve
controvertido (tal lo adelantado) por las claras afirmaciones del médico –las
cuales, reitero, no parecen enderezadas a perjudicar gratuitamente a una
inocente- y por los signos físicos advertidos por el mismo galeno, a su vez
volcados en la historia clínica.
¿Por qué
Paikovsky afirmaría que la imputada le dijo que estaba embarazada, si eso no era
cierto?. Mas bien parece que W. ha mentido. En ese sentido, obsérvese que afirmó
que no sabía que estaba encinta, sin perjuicio de lo cual señaló que tenía un
atraso de aproximadamente un mes y medio, el cual no le llamó la atención por su
habitual irregularidad menstrual.
Este
dato, no obstante, se contradice no sólo con lo afirmado por el médico, sino con
lo revelado por la realidad, esto es, que el niño que llevaba W. en su vientre
tenía una edad gestacional de entre ocho y doce semanas, es decir, cerca del
doble que el retraso admitido por la imputada.
Algunos
precedentes jurisprudenciales y comentarios doctrinales exigen, para tener por
configurado el aborto, la efectiva constatación de que el feto estaba vivo al
momento de cometerse la acción. No digo que éste no sea un presupuesto necesario
del delito: es evidente que un cadáver no puede ser asesinado. Lo que afirmo,
sí, es que se trata de una prueba diabólica, que no suele requerirse en los
demás casos de homicidio. Es verdad que, por lo general, en el asesinato de un
“nacido” suele advertirse que antes de la acción está vivo, porque se lo ve
moverse, lo que no pasa en el caso de los no nacidos. Sin embargo, aún en los
supuestos de homicidios de, por ejemplo, personas que están dormidas -donde la
posibilidad de saber certeramente si no está muerta se ve limitada- este extremo
no suele ser puesto en tela de juicio.
Lo que creo debe suponerse,
en aplicación de las reglas de la sana crítica, es lo que comúnmente ocurre. Si
la madre afirma que estaba embarazada –eso hizo W. ante el médico- y si no
existe signo orgánico o síntoma corporal que demuestre lo contrario, debe
presumirse que, hasta la intervención dolosa de la imputada y/o de sus
colaboradores, el no nacido estaba vivo. La postura contraria, en tanto es
extraña –como vimos- a otros delitos contra la vida personal, parece más bien
tener su origen en una toma de posición ideológica contraria a la sanción del
aborto la cual, claro está, no debería empañar una argumentación verdaderamente
racional.
De ese modo, con los
limitados alcances de esta etapa del proceso, entiendo que las manifestaciones
físicas halladas por el médico en el cuerpo de W. permiten tener por probado que
la nombrada se hizo practicar un aborto, a resultas del cual el hijo que tenía
en sus entrañas murió en forma violenta.
Las dudas que pudiesen
quedar acerca de la materialidad del delito y de la responsabilidad de la
imputada, seguramente serán develadas en la etapa de juicio, gracias a la
inmediatez y la oralidad que la rigen. Hasta aquí, de ninguna manera puede
decirse que exista la certeza negativa que los precedentes del tribunal de
alzada unánimemente exigen para dictar el sobreseimiento, de modo que es
menester seguir adelante con la causa.
V.
Conforme lo expuesto en el considerando anterior, la prueba de cargo más
importante es la declaración testifical del médico ginecólogo que atendió a la
imputada. Acerca de estas situaciones, el plenario de la Cámara del Crimen, in re “Natividad
Frías”, determinó lo siguiente:
No
puede instruirse sumario criminal en contra de una mujer que haya causado su
propio aborto o consentido en que otro se lo causare, sobre la base de una
denuncia efectuada por un profesional del arte de curar que haya conocido el
hecho en ejercicio de su profesión o empleo –oficial o no- pero sí corresponde
hacerlo en todos los casos respecto de coautores, instigadores y cómplices.
Decir que “Natividad Frías” no me obliga no es suficiente para resolver
el entuerto, toda vez que, si bien es cierto que las conclusiones del citado
acuerdo no son válidas como argumento de autoridad, si deben ser consideradas
como un argumento a refutar. Tengo, pues, la obligación (no legal, sino
intelectual) de decir porqué pienso que el citado plenario está equivocado. Eso
será materia del considerando que sigue, por cuya extensión desde ya pido
disculpas.
VI. El secreto profesional médico
1. En rigor de verdad, no hace falta establecer qué cosa es un
secreto: todos lo sabemos desde la más tierna infancia. Todos, al menos, lo
experimentamos. Si quisiera pasar por erudito, no obstante, podría decir que,
según el Diccionario de la Real Academia Española, secreto
es aquello que cuidadosamente se tiene reservado y oculto.
El “secreto médico”, pues, será aquel dato reservado y oculto que el
paciente tiene que revelar al médico para que éste lo cure, y que el médico está
obligado a guardar. Es, sencillamente, un secreto que debe contarse o revelarse
a un profesional del arte de curar. En ese sentido, revelar es “poner al
descubierto” o “mostrar”, y no sólo contar o manifestar de un modo positivo y
expreso. De modo que constituyen también secreto aquellas cosas que el médico se
entera en virtud de la revisación del cuerpo del paciente, aunque éste ni
siquiera abra la boca o, aun más, se halle en estado de inconsciencia .
¿Cuál es la razón por la cual un secreto no debe ser
revelado?.
Lo primero que se presenta ante nuestra consideración es que revelar algo
que se nos ha dado a conocer en calidad de secreto, constituiría una infidelidad
para con el confidente.
Acerca de las cosas que se confían al hombre bajo secreto, Santo Tomás
enseña que, si son de tal naturaleza que uno no está obligado a
manifestarlas
“...
puede estar obligado a guardarlas por lo mismo que le han sido confiadas bajo
secreto. Y en este caso en manera alguna está obligado a publicarlas aún por
precepto de un superior, puesto que el guardar fidelidad es de derecho natural;
y contra lo que es de derecho natural nada puede preceptuarse al
hombre”.
Similar criterio general debe aplicarse a los médicos, aunque respecto de
éstos con un aditamento: ellos llegan al conocimiento del secreto por virtud de
su profesión y de la necesidad del paciente.
En el art. 156 del Código Penal, que se refiere al delito de violación de
secretos, se dispone castigo para
“...
el que teniendo noticia por razón de su estado, oficio, empleo, profesión o
arte, de un secreto cuya divulgación pueda causar daño, lo revelare sin justa
causa”.
Con relación a esto, en “Natividad Frías” se estableció que la
prohibición de la ley penal tiene su fundamento en la particular relación de
confianza que existe entre el médico y su paciente, de manera que permitir que
aquél viole sin justa causa el deber de guardar secreto importaría menoscabar
dicha relación, provocando que en muchos casos los pacientes prefieran arriesgar
sus vidas antes que verse sometidos a un proceso penal.
Núñez, refiriéndose al secreto profesional en general, expresa que:
“...
es la libertad como razonable actuación de la persona en el ámbito relacional,
el interés jurídico que se lesiona cuando los secretos de terceros se revelan
por quienes los conocen en razón de relaciones de servicio de las que los
individuos no pueden prescindir sin menoscabo para bienes apreciables”.
Molinario,
por su parte, explica que
“El
individuo que acude a los conocimientos o servicios de un semejante sabe que, en
muchos casos, tendrá que poner a éste en posesión de noticias cuya reserva le
interesa mantener. El afán por guardar tales secretos gravita sobre el espíritu
humano, algunas veces con tal fuerza que la persona en cuestión preferiría
sufrir el perjuicio que le significaría prescindir de los conocimientos o
servicios de sus semejantes, antes que poner a éstos en posesión de su secreto.
La ley, al darle la seguridad, mediante una incriminación penal, de que tal
secreto será reservado, libera a los individuos de aquella coacción espiritual.
Acude, en consecuencia, a garantizar la libertad civil de las personas,
facilitándoles el libre desenvolvimiento de sus actividades particulares. He
aquí como, a través de la incriminación que nos ocupa, la ley penal tutela el
bien jurídico de la libertad individual.
Creus
enseña que la reglamentación del secreto profesional tiene su fundamento en la
protección de la libertad individual. Así, expresa:
“...
en ciertos momentos de su vida, el individuo se ve en la necesidad de recurrir a
un profesional o técnico que es portador de una sabiduría especializada, de un
tecnicismo particular, que no es patrimonio de todos, sino de un grupo
relativamente reducido, dentro del cual el individuo tiene que elegir, en cuanto
él mismo no puede proveer, con la imprescindible eficiencia, a la ‘necesidad’
que lo lleva a solicitar el servicio. A la vez, para que el profesional pueda
desempeñar la actividad que se le requiere con eficacia, el individuo
necesariamente debe confiarle hechos, situaciones, etc., que no le hubiera
comunicado de no haber mediado dicha relación o, al menos, colocarse en manos
del profesional de tal modo que le permita a este sorprender y conocer esos
secretos”.
De manera, pues, que el principio es que los secretos –y aún más los
revelados a causa de una profesión- deben ser guardados.
2. Sin embargo, dicho principio reconoce una excepción. Si
tuviésemos que expresarla en términos morales, diríamos que el secreto conocido
debe ser revelado si el hecho de guardarlo contraría en forma grave el bien
común de la sociedad.
Así, Santo Tomás enseña que las cosas que se confían bajo secreto
“...
a veces son tales que el hombre está obligado a manifestarlas en el momento en
que llegaren a su noticia, por ejemplo, si pertenecen a la corrupción espiritual
o corporal de la multitud o si deben causar daño grave a algún individuo, o si
sobreviene alguna otra cosa parecida, lo cual todo el mundo está obligado a
propalar, ya testificando, ya denunciando. Y contra este deber no puede
obligarse por el secreto comiso, puesto que entonces se faltaría a la fidelidad
que se debe a otros...”
Y sigue el Doctor Común:
“revelar
los secretos en perjuicio de una persona es contrario a la fidelidad, pero no si
se revelan a causa del bien común, el cual siempre debe ser preferido al
particular. Y por esto no es permitido recibir secreto alguno contrario al bien
común”.
Al comentar este pasaje, el P. Ismael Quiles señala que
“no
se debe guardar secreto, no obstante la promesa o juramento de guardarlo,
siempre que la cosa manifestada en secreto pueda redundar en daño a la sociedad;
porque en este caso tanto la promesa como el juramento tienen por objeto una
cosa mala, puesto que se opone a la obligación que todo hombre tiene de acusar a
otro, cuando el crimen es tal que redunde en detrimento de la sociedad ...”
En ese mismo sentido parece estar orientada la legislación positiva de
nuestro país. La ley 17.132, que regula el ejercicio de la medicina, en su art.
11 establece que
“todo
aquello que llegare a conocimiento de las personas cuya actividad se reglamenta
en la presente ley, con motivo o en razón de su ejercicio, no podrá darse a
conocer, salvo los casos que otras leyes así lo determinen o cuando se trate
de evitar un mal mayor y sin perjuicio de lo dispuesto en el Código
Penal”.
En el aludido art. 156 del Código Penal, como vimos, se reprime la
revelación de secreto realizada sin justa causa.
El art. 70 del Código de Ética de la Confederación Médica de
la República
Argentina, finalmente, determina que el médico debe denunciar
los delitos de que tenga conocimiento en el ejercicio de su
profesión.
De modo que el principio general al que hicimos referencia encuentra un
límite moral y legal de similar textura. Conforme estas normas, la regla
respecto del punto quedaría enunciada más o menos así: los médicos no pueden
revelar ningún secreto conocido en el ejercicio de su arte, salvo que tengan una
justa causa para hacerlo. Provisionalmente, pues, es posible afirmar que la
revelación de un secreto profesional por parte de un médico no constituye delito
si es realizada mediando justa causa. Y aún más: dicha revelación ni
siquiera sería una acción típica, puesto que el giro “sin justa causa” es un
elemento normativo del tipo objetivo, de manera que su inexistencia tiene por
efecto excluir la misma tipicidad.
3. Parece entonces de trascendencia determinar qué cosa es la
“justa causa” a la que se refieren las normas morales y legales antedichas. ¿Qué
dicen los autores acerca de este componente de la ley, al que los penalistas
llaman “elemento normativo del tipo”?.
No vamos a volver a citar a Santo Tomás. Para el pobre sería un verdadero
dolor de cabeza tener que hablar este idioma abstruso inventado por el derecho
penal moderno. Sólo diremos –tal lo adelantado- que para él una suerte de justa
causa sería que la materia del secreto tuviera que ver con la corrupción
espiritual o corporal de la multitud, o si guardarlo causara daño grave a algún
individuo. En definitiva, si el secreto es contrario al bien común, no sólo es
lícito, sino obligatorio, revelarlo.
En su tratado, Núñez señala que existe justa causa para revelar el
secreto cuando la ley dispone su comunicación. Concretamente, refiere que
“existe
justa causa para revelar el secreto si la ley obliga a los profesionales en el
arte de curar a denunciar a la autoridad los atentados personales en los cuales
hayan prestado los socorros de su profesión, o los delitos perseguibles de
oficio que conozcan al prestar los auxilios de su profesión”.
Y un poco antes había admitido que justa causa constituía
“la
revelación del secreto hecha en la defensa de los derechos de otro...”.
Molinario
indica que
“Dentro
de esta expresión cabe considerar, en primer término, la existencia de normas
legales que obliguen o autoricen al depositario del secreto a revelar este
último a la autoridad. La ‘justa causa’ a que se refiere el art. 156 del Código
Penal reside, primordialmente, en la existencia de una norma legal imperativa o
permisiva de la revelación del secreto”.
En
ese sentido, Creus considera que
“la
revelación es justificada cuando se dan las situaciones previstas como causas de
justificación en las reglamentaciones del art. 34, inc. 3º, y siguientes del
Código Penal”.
Por su parte, Portela y González sostienen que
“no
se debe guardar secreto, sea este pedido o confiado, siempre que la cosa
manifestada en secreto pueda redundar en daño de la sociedad”.
López Bolado coincide en punto a que por justa causa debe entenderse una
causa exclusivamente legal, aunque luego añade
“El
otro caso admitido de revelación del secreto, porque media una justa causa, es
cuando el médico, por ese medio, trata de evitar un mal mayor. En otras
palabras, cuando hay una causa de justificación suficiente.”
Según el vocal que opinó en primer término en el citado plenario
“Natividad Frías”, el Dr. Lejarza, la justa causa es exclusivamente
legal
“Es
decir, que solamente una ley puede eximir de guardar el secreto debido,
convirtiendo en obligación su quebranto”.
Suelen citarse como imposiciones expresas de la ley, constitutivas de
justa causa para revelar secretos, las relativas a enfermedades epidémicas, a
los certificados de defunción, a los nacimientos por entonces considerados
ilegítimos ,
a enfermedades contagiosas ,
y hasta la persecución judicial del cobro de sus honorarios por parte del
médico.
4.
La
cuestión parece tornarse más problemática con relación a las disposiciones del
código procesal, que –conforme la mayoría de los autores- colisiona con la
figura de la violación de secretos ya mencionada. La pregunta “del millón” es,
pues, si dichas normas de procedimiento
constituyen o no la justa causa mencionada en el art. 156 del Código
Penal. Veamos.
El art. 177, inc. 1º, del Código Procesal Penal dispone que están
obligados a denunciar los delitos perseguibles de oficio los funcionarios o
empleados públicos que los conozcan en ejercicio de sus funciones. Y el inc. 2º
de la citada norma impone la misma obligación a los médicos, etc., respecto de
los delitos contra la vida y la integridad física que conozcan al prestar los
auxilios de su profesión, salvo que los hechos estén bajo el amparo del secreto
profesional.
Si bien no está vigente, las disposiciones del antiguo Código de
Procedimientos en Materia Penal tenían un alcance que –con ciertas salvedades-
es similar al actual.
El art. 165 del decía que:
“Los
médicos, cirujanos y demás personas que profesan cualquier ramo del arte de
curar, harán conocer dentro de las veinticuatro horas, o inmediatamente, en caso
de grave peligro, los envenenamientos y otros graves atentados personales
cualesquiera que sean, en los cuales hayan prestado los socorros de su
profesión...”.
El art. 166, por su parte, establecía
“Cuando
sean varias las personas que hayan concurrido a la curación o asistencia de la
persona lesionada, todas ellas están obligadas a prestar la declaración
prescripta en el artículo anterior.”
El art. 167, finalmente, señalaba
“Se
exceptúa de lo dispuesto en los dos artículos anteriores, el caso en que las
personas mencionadas hubieran tenido conocimiento por revelaciones que le fueren
hechas bajo el secreto profesional”.
El art. 275, inc. 5º, del citado cuerpo normativo, decía que no podían
ser admitidos como testigos
“los
médicos, farmacéuticos, parteras y toda otra persona, sobre hechos que por razón
de su profesión les hayan sido revelados”.
El entuerto, como se advierte, se produce por lo siguiente: el Código
Penal no prohibe la revelación de secretos cuando existe justa causa; ésta –la
justa causa- puede en principio ser una ley; pero la ley procesal, que obliga a
los médicos a revelar determinadas cuestiones, los exime de hacerlo si los
hechos fueron conocidos bajo el secreto profesional.
5. La mayor parte de los autores considera que las normas
procesales transcriptas no constituyen justa causa de la revelación del secreto
profesional.
a) En ese sentido, los jueces que formaron la mayoría en el plenario
“Natividad Frías” consideraron que la ley procesal no puede erigirse en esa
“justa causa” a la que hace referencia la norma penal, puesto que, en ese
supuesto, el interés general de reprimir delitos siempre primaría respecto del
deber de guardar el secreto. Así (agregamos nosotros) sacerdotes, abogados y médicos
pronto quedarían sin clientes.
El juez que abrió dicho plenario, el ya mencionado Lejarza, expresa
que:
“...
En ningún caso el simple interés público puede llegar a ser la causa justa,
porque ese interés jugaría siempre, dando al traste con todos los secretos. Nada
justificaría la reserva del sacerdote o la del abogado o la de cualquier otro
profesional, y no la de los versados en el arte de curar, puesto que la
confesión o el conocimiento que estos obtienen están generalmente condicionados
por un mayor y más urgente apremio”.
El Dr. Pena, por su parte, explicó en su voto que:
“La
culpable intervención que tuvo la autora o consentidora de aborto es noticia que
el médico recibió en razón y ejercicio de su profesión, y como tal se encuentra
bajo la tutela de la prohibición. Aceptar la validez de las manifestaciones
incriminatorias que el confidente pueda hacer respecto de su asistida lleva a la
pérdida de las garantías que para ella representa el deber del secreto
reglado”.
b) Al referirse al tema, Carlos A. Tozzini señala que
“Bajo
ningún concepto, entonces, el deber de denunciar que imponen las leyes
procesales a los funcionarios, puede establecer excepciones o ‘justas causas´ a
la prohibición de la ley de fondo. Esta es una razón constitucional suficiente
como para transformar en innecesarias las repeticiones sobre la correcta
interpretación de las normas adjetivas que hacen algunos autores, por no
advertir la imposibilidad de que adolece una disposición procesal para derogar o
abrogar una norma penal, en materia que le es específica”.
También afirma Tozzini que la denuncia médica, al violar el secreto
profesional, constituye una acción ilícita y, por tanto, inadmisible para dar
inicio a la actividad procesal del Estado. Explica que
“si
las circunstancias que motivan la denuncia resultan procesalmente irregulares e
inadmisibles como un todo, el magistrado no puede partir de esa misma notitia
criminis para tomar conocimiento contra el obrar de coautores, instigadores,
cómplices y encubridores. Errónea es, por tanto, la solución dada a este
problema en el plenario ‘Frías’” .
Núñez dice al respecto que las leyes procesales no pueden imponer a los
profesionales del arte de curar la denuncia de los delitos perseguibles de
oficio que hubiesen conocido al prestar el auxilio propio de su profesión,
cuando se cumplen los requisitos del tipo del art. 156 del Código Penal, por la
primacía de la ley de fondo sobre la procesal, pues en este caso el derecho
material obliga a no revelar el secreto. Consecuentemente, el citado autor
concluye que la exigencia procesal de denunciar procede cuando, entre otras
cosas, existe justa causa para revelar el secreto a la autoridad, aunque excluye
de este supuesto la circunstancia de que se trate de un delito perseguible de
oficio, pues dicha
“interpretación,
alterando lo que según el Código Penal es un secreto no revelable, desconocería
la necesaria subordinación de la ley procesal a la material”.
c) Creus sostiene, también, que para establecer si existe justa causa de
revelación es necesario comparar dogmáticamente los bienes jurídicos en juego.
Por un lado, en el caso del secreto y conforme lo dicho, siempre estará la
libertad individual. Por el otro, por ejemplo, puede estar la vida. Señala el
citado profesor que si el silencio puede vulnerar dicho bien jurídico, la
revelación estaría justificada y en ese caso el profesional tendría la
obligación de denunciar. No obstante, un poco más adelante enseña que los casos
de aborto no debe ser denunciados, salvo que
“las
maniobras abortivas hubieran producido la expulsión de un feto casi a término,
que puede tener viabilidad y que ha sido abandonado en determinado
lugar”.
Luego explica la razón de esta distinción. Dice que la muerte del feto
hace desaparecer el bien jurídico protegido –en este caso la vida humana- con lo
cual debe prevalecer el bien jurídico libertad, en cabeza del presunto asesino.
d) Claría Olmedo entiende que la prohibición de denunciar se “fundamenta
en la protección de otros intereses que se consideran superiores al de la
colaboración del particular con la administración de justicia” y que, en función
del art. 156 del Código Penal
“los
códigos procesales hacen expresa excepción al imperativo de denunciar previsto
para los profesionales en cualquier rama del arte de curar, cuando se trate de
casos que caigan bajo el amparo del secreto profesional. Al respecto es más
preciso concluir que en ningún caso podrá formularse denuncia cuando con ella
haya de violarse el secreto profesional”.
Más
adelante expone que
“aunque
la violación del secreto profesional sea penalmente sancionable, la denuncia con
que se lo cometa debería tener, en principio, el mismo tratamiento procesal.
Pero esto muestra otras derivaciones propias de la apreciación del secreto, lo
que lleva a las leyes procesales a no establecer preceptivamente la prohibición,
sino tan sólo a dejarlo a salvo ante el imperativo de denunciar. De aquí que la
denuncia deba ser admitida y producirá sus efectos normales, aunque con ella se
viole el secreto. La diferencia con el testimonio a este respecto consiste en
que el testigo es llamado a declarar, mientras que el conocedor del hecho se
determina por sí mismo a denunciar. Si bien esta denuncia tiene eficacia
procesal para el trámite, en cuanto elemento de convicción funciona al igual que
en el testimonio. Si con ella se violó el secreto profesional, no podrá ser
considerada válidamente como prueba en contra del imputado”.
e) Soler considera que
“no
existe deber de denunciar y sí deber de guardar secreto, cuando la denuncia
expone al necesitado a proceso, porque su padecimiento es el resultado de la
propia culpa criminal” .
Al tratar el tema, el aludido profesor argentino cita a Carrara, quien
expresa
“Más
cordura y mejor corazón había en los que castigaban a los divulgadores de partos
ilegítimos, que en ciertos maniáticos que se obstinan en la ineficaz crueldad de
castigar con la muerte a esas infelices madres”.
f)
Cuando se refiere al art. 181, inc. 2º, del Código Procesal de Córdoba, que
prescribe la obligación de denunciar los delitos perseguibles de oficio a “Los
médicos, parteras, farmacéuticos y demás personas que ejerzan cualquier ramo del
arte de curar, que conozcan esos hechos al prestar los auxilios de su profesión,
salvo que el conocimiento adquirido por ellos esté por ley bajo el amparo del
secreto profesional”, Núñez enseña que la norma se refiere al caso que la
“denuncia
hiciera incurrir al profesional en el delito del art. 156 del Código Penal. La
excepción al deber de denunciar fundada en la prohibición de violar el secreto
profesional, reduce el ámbito de ese deber a los casos en que, a pesar de que el
profesional hubiere conocido la existencia del delito al prestar los auxilios de
su profesión, no concurriere alguno de los requisitos del delito que menciona el
art. 156,
a saber: a) que no se tratare de un hecho ya divulgado, o
que no pudiese causar daño al paciente; ... c) o que concurriere una justa causa
para hacer la revelación, distinta, por cierto del deber impuesto por el inc. 2º
del art. 181”.
6. El precedente “M.I.”, de la Corte Suprema de Justicia de
Santa Fe, se refiere a un proceso instruido por aborto, en virtud de la denuncia
formulada por la médica tratante de la imputada en un hospital público. Allí se
sostuvo, entre otras cosas, que en tal caso no existe el daño exigido por el
tipo del art. 156 del C.P., porque éste se verifica sólo cuando hay una injusta
afectación de bienes jurídicamente amparables; de tal modo, cuando no se
advierte esa injusticia, no hay daño ni conducta típica.
Además, se consideró que la sujeción a proceso y la eventual aplicación
de una pena son la consecuencia de la actuación voluntaria y, en principio,
ilícita, de la imputada, y no pueden justificar un juicio de reprobación de la
denunciante, ni fundar la anulación
del procedimiento. También se refirió que resultaba innegable la existencia de
justa causa, pues para la médica era obligatorio denunciar el delito de acción
pública presuntamente cometido.
Finalmente, se señaló que lo que se encontraba enfrentado no era, por un
lado, el valor “persecución del delito” y por el otro el derecho a la salud de
la imputada, sino que lo que estaba en juego era el derecho a la vida; y que el
tribunal inferior se había pronunciado por una absolutización del secreto
médico, en una decisión que conducía de hecho a la desincriminación del
aborto.
“Es
a todas luces injusto que alguien pretenda ampararse en el deber del secreto
profesional para de ese modo hacer cómplice al profesional de un comportamiento
cuyo objeto es privar la vida a un inocente. El derecho-deber al secreto
profesional no funciona sin límites, tanto éticos como estrictamente jurídicos.”
En el precedente “M.M.E. y otra”, del Tribunal Superior del Neuquén
,
uno de los jueces que conformó la minoría –el Dr. Iribarne- sostuvo que
“el
secreto profesional no rige cuando media justa causa de revelación,
configurándose la misma en el caso, en razón de la obligación de denunciar un
delito de acción pública, especialmente exigible en la hipótesis, en virtud del
bien jurídico protegido por éste, la vida del feto, que dada su absoluta
indefensión carece de toda otra forma de tutela”.
Un poco más adelante, el mismo juez brinda un argumento de interés:
“...
se presume que el médico denuncia el delito de la abortante. En realidad, quien
formula la denuncia sólo se limita a poner en conocimiento de la autoridad el
acaecimiento de un hecho presuntamente delictuoso. Será a los jueces a quienes
compete individualizar a sus autores y determinar su responsabilidad penal en la
comisión del hecho, ejercida por el Ministerio Público la carga de probar los
presupuestos objetivos y subjetivos del tipo penal”.
En su voto en el precedente “Zambrana Daza”, el Ministro Boggiano señaló
que
“el
citado precepto –se refiere al art. 164 del C.P.M.P.- armoniza con los arts.
277, inc. 1º, y 156 del Código Penal. El primero reprime al que ‘omitiere
denunciar el hecho estando obligado a hacerlo’. El segundo, incrimina a quien
‘teniendo noticias por razón de su estado, oficio, empleo, profesión o arte, de
un secreto cuya divulgación pudiera causar daño, lo revelare sin justa causa´.
De tal modo, el deber de denunciar –explícitamente impuesto por la ley- torna
lícita la revelación ... Por otro lado, la norma –se refiere ahora al art. 167
del C.P.M.P.- no contiene una prohibición expresa de formular la denuncia, pues
se limita a disponer que aquélla no es obligatoria ...”.
El caso “Z. vs. Finlandia”, de la Corte Europea de Derechos
Humanos ,
versó acerca de la condena de un hombre por varias tentativas de homicidio,
hechos que perpetró mediante la violación de las víctimas, a sabiendas de ser
portador de SIDA. Una de las pruebas fundamentales para establecer que el
condenado se sabía infectado con dicho virus, fueron las declaraciones
testificales de los médicos que trataron similar dolencia en la esposa del
nombrado (“Z”), así como la información obtenida de los registros médicos de la
mujer.
La norma sobre la base de la cual la Corte Europea juzgó si, al
utilizar esa prueba en juicio, Finlandia había violado la Convención Europea sobre
Derechos Humanos, es el art. 8º de este tratado, el cual protege la vida privada
de las personas, prohibiendo la injerencia de la autoridad pública, salvo que
esa restricción esté prevista en la ley y, entre otras cosas, sea necesaria para
prevenir infracciones penales y proteger la salud, o la moral o los derechos y
libertades de otros.
La Corte
puso de manifiesto que
“el
respeto del carácter confidencial de las informaciones sobre la salud constituye
un principio escencial del sistema jurídico de todas las partes contratantes en
la Convención.
Es capital no solamente para proteger la vida privada de los
enfermos, sino igualmente para preservar su confianza en el cuerpo médico y los
servicios de salud en general. A falta de tal protección, las personas que
necesitan de cuidados médicos podrían ser disuadidas de proveer las
informaciones de carácter personal e íntimo necesarias a la prescripción del
tratamiento apropiado, y aún de consultar a un médico, lo que podría poner en
peligro su salud”.
Al resolver, estimó que las autoridades finlandesas estaban autorizadas a
citar a los médicos y obtener información de los registros de salud de “Z”, toda
vez que dichas pruebas eran susceptibles de jugar un papel determinante para
saber si el imputado era responsable sólo de infracciones sexuales, o si,
también, lo que es más grave, de tentativa de homicidio. Señaló, en tal sentido,
que dichas medidas se fundaron en motivos pertinentes y suficientes,
correspondientes a una exigencia imperiosa dictada por las finalidades legítimas
perseguidas, y que existía una relación razonable de proporcionalidad entre esas
medidas y las finalidades en cuestión, y que por tanto el citado art. 8º de
la Convención
Europea no había sido violado.
7. En un ámbito que
podríamos denominar “existencial”, se presenta un interrogante que me interpeló
fuertemente, y es el siguiente: más allá de las previsiones legales ¿es justo,
es adecuado, está bien, corresponde, que un médico tenga la obligación de
denunciar a su paciente, cuando las circunstancias le indican que éste ha
participado en un hecho delictivo?. Como primera impresión, y a fuer de ser
sincero, diré que me resulta “chocante” que el médico (cuya misión es curar) sea
utilizado como una suerte de policía o, lo cual es peor, como un “informante”.
Algo parece oler mal: el Estado no debería adoptar esa modalidad para atrapar a
los delincuentes
Como digo, sensiblemente la situación puede aparecer como injusta. No
obstante, consideramos que es necesario superar ese examen superficial de la
cuestión, y preguntarse si esa exigencia, que en un principio se nos presentó
como demasiado rígida, no encuentra una razón de ser más alta que, para llegar
al núcleo del asunto, nos autorice a dejar de lado ese natural sentimiento de
antipatía por el procedimiento establecido en la ley.
A este respecto, son ilustrativas las consideraciones del Dr. Millán,
cuando en “Natividad Frías” afirma
“...la
ley argentina no coloca a la mujer embarazada en ningún ‘dilema’ cuando
incrimina el aborto. La coloca siempre, casada o soltera, en la alternativa de
conservar o perder la vida naciente que lleva en su
seno”.
Y las del Dr. Fernández Alonso, al opinar el mismo plenario acerca de la
citada “opción de hierro”
“Igual
dilema se le presentó a la mujer entre la vida de su hijo y el ocultamiento de
su gravidez, y prefirió sacrificar el feto; después debió elegir entre la vida
propia y el proceso, y optó por éste. Creo que en la escala de valores, eligió
mal la primera vez y bien la segunda”.
Lo que debe tenerse en cuenta, según nuestra opinión, es la jerarquía de
los bienes jurídicos en juego en cada caso concreto, es decir, sin apelar a la
ficción de que el bien contrario a la libertad individual (protegida por el
secreto profesional) es la mera y abstracta finalidad estatal de perseguir los
delitos, sino, diversamente, el bien que la revelación especificamente se
endereza a salvaguardar.
8. Entiendo que la obligación de denunciar impuesta por el art. 11
de la ley 17.132, el art. 70 del Código de Ética de la Confederación Médica de
la República
Argentina, y el art. 177, inc. 2º, del Código Procesal Penal,
en tanto se dirige a la protección del bien común y, dentro de él, de la salud y
vida de terceros, constituye la “justa causa” a la que se refiere el art. 156
del Código Penal. Y, consecuentemente, la revelación por parte del médico de
dichas situaciones o estado de su paciente, no sólo no constituye delito, sino
que, paralelamente, ni siquiera se refiere a circunstancias que sean materia
propia del secreto profesional.
En efecto, en mi opinión ningún paciente podrá considerarse defraudado
por una revelación realizada en tales condiciones, pues aún antes de atenderse
debía saber (art. 16 del Código Civil) que el médico al cual acudió no podía
dejar de poner de manifiesto a las autoridades las circunstancias y las
manifestaciones diagnósticas advertidas en su labor.
Obsérvese, por el contrario, que si decimos que la comisión de un delito
contra la vida o la integridad física por parte de quien le confía al médico el
secreto, no importa la justa causa a la que se refiere el art. 156 del C.P.,
debemos concluir que ningún facultativo puede denunciar tales situaciones. Por
ejemplo, no podrá dar cuenta a la policía que un hombre trajo a su consultorio a
su hijo con fractura de cráneo y que le manifestó que él le había causado dicha
lesión. No podrá denunciar a ningún herido de bala. Ni a ningún intoxicado por
la ingesta de bolsitas conteniendo cocaína. No es ésta una enumeración que
persiga un efectismo ajeno a la discusión académica. Sólo pretendo saber el
motivo que lleva a que, en delitos tales como los enunciados, nadie –o casi
nadie- cuestione la denuncia realizada por los médicos; mientras que en el
supuesto del aborto el asunto agite tanto las pasiones.
Es cierto que resulta antipático –como muchos piensan- que se coloque a
un herido o a alguien cuya vida corre riesgo, en la disyuntiva de morir o de ir
preso. Creemos que la cuestión pasa, más bien, por aquello de que el delincuente
está en una opción de hierro: vida o prisión. No es que niegue tal extremo –al
menos en muchos de los casos ocurre eso- sino que pienso que habría que meditar
un poco más qué es lo que motivó la existencia de esa disyuntiva, y si el Estado
está legitimado para valerse de esta herramienta –la obligación de denunciar de
los médicos- con el fin de perseguir el crimen. Por otro lado, también creo que
las reflexiones deberían concentrarse en desentrañar porqué en algunos casos
–como el de la posibilidad de propagación de enfermedades contagiosas- todos
consideran que existe una justa causa, y en otros –como la protección de la vida
del nasciturus- la justicia de la causa es puesta en
duda.
En rigor de verdad, no es el Estado sino el que comete el delito quien se
pone en la mencionada opción de hierro. Antes de cometer el crimen sabe que si
resulta lesionado a raíz de ello, el médico que lo atienda tiene la obligación
de realizar la denuncia. No hay aquí defraudación de confianza previa alguna, ni
la colocación en esa incómoda posición debe ser imputada al Estado o los
médicos. Para luchar contra el delito, el Estado puede utilizar distintas
herramientas de política criminal, entre las que no aparece como desatinada la
exigencia establecida en el art. 177, inc. 2º, del C.P.P. Por eso tampoco
concuerdo con las consideraciones hechas en su voto por el Dr. Amallo en el
citado plenario “Frías”, cuando expresa que
“El
enfermo que busca los auxilios de un médico piensa que lo hace con la seguridad
de que sus males no serán dados a conocer, porque el secreto más estricto los
ampara ... quien recurre a un médico por una afección autoprovocada, aun
delictuosa como el aborto, goza de la seguridad de que su secreto no será hecho
público”.
Creo que las afirmaciones del citado camarista parten, en primer lugar,
de una presunción personal respecto de lo que existe en el ánimo del delincuente
que necesita ser atendido por un médico y, como tal, no tienen un fundamento
objetivo. Con la misma, o aún mayor, razón podríamos afirmar que todos los
ladrones y abortantes saben que si concurren a un hospital (al menos a un
hospital público) serán denunciados; y lo saben porque es lo que habitualmente
ocurre. Pero, en segundo término, tales asertos tampoco pueden ser compartidos,
pues se fundan en la idea de que la ley –en este caso la que obliga a los
médicos a denunciar, o la que excluye el secreto cuando hay justa causa- no es
conocida por todos, en clara oposición a lo establecido en el art. 16 del Código
Civil.
Quizás sea nuevamente Santo Tomás (él y su aplastante actualidad) quien
eche un poco de luz acerca de este asunto. En una de las citas hechas más arriba
hay una o dos líneas que pueden pasar desapercibidas, pero que –según creo-
tienen gran importancia. Dice el Doctor Angélico allí que
“...
no es permitido recibir secreto alguno contrario al bien común”.
Como cabe advertir, la cuestión así mirada parece dar un giro.
Efectivamente, ya no importa establecer –como hasta ahora veníamos meditando- si
puede o no revelarse un secreto vinculado con un delito. Lo fundamental –y lo
que da sustento a la obligación de revelarlo- es que no es correcto
recibir ningún secreto que verse sobre asuntos que vayan contra el bien
común, lo que obviamente incluye la materia ilícita (sobre todo la grave, como
los atentados contra la vida personal). Si esto es así, quien confía a otro un
secreto de contenido delictivo, no puede sentirse defraudado por el hecho de su
divulgación.
Portela y González comparten este criterio, al sostener que la obligación
de denunciar impuesta por las leyes procesales constituye la “justa causa” a la
que se refiere el art. 156 del Código Penal. Así, la exigencia de denuncia al
médico
“aparece
más nítida si se tiene en cuenta que en razón de su profesión, él está
comprometido en forma especial en el bien de la vida humana de los que no pueden
ayudarse por sí mismos”.
Molinario, por su parte, da un argumento interesante en favor de la
consideración de la obligación de denunciar como la “justa causa” de la que
habla el art. 156 del Cód. Penal. Dice que sostener que hay secreto profesional
en todos los casos en que un médico llegue al conocimiento de un delito en el
ejercicio de su profesión, importaría tener por no escritos los arts. 165 y 166
de la ley de forma –se refiere al Código de Procedimientos en Materia Penal-. En
efecto ¿qué sentido tendría obligar a los médicos a denunciar “los atentados
contra la vida y la integridad física que conozcan al prestar los auxilios de su
profesión” –como actualmente lo hace el art. 177, inc. 2º, del C.P.P.- si
siempre tal conocimiento se reputará obtenido bajo el secreto
profesional?.
Consecuentemente, entender –como lo postula la doctrina dominante- que la
obligación de denunciar impuesta a los médicos no constituye justa causa para
revelar un secreto, determinaría la absoluta inaplicabilidad del art. 177, inc.
2º, del Código Procesal Penal, pues todos los delitos contra la vida y la
integridad física conocidos por los médicos estarían incluidos en la noción de
secreto profesional, de modo que, por imperio de lo establecido en el art. 156
del Código Penal –y ya que aquella norma no se considera justa causa- si el
médico diera noticia a la autoridad, cometería delito.
No niego que la legislación pueda tener lagunas o contradicciones, ni que
la ley penal prime sobre la procesal. Pero entiendo que siempre debe propiciarse
una interpretación que reduzca al mínimo las contradicciones del ordenamiento
jurídico. Ciertamente, postular una hermenéutica que, de hecho, dejaría sin
efecto una norma de tanta trascendencia como la obligación de denuncia impuesta
a los médicos, no atiende al criterio de interpretación del que
hablamos.
Por el contrario, si como yo –y la menor parte de la doctrina- pensamos,
la obligación establecida en el art. 177, inc. 2º, del Código Procesal Penal
importa la justa causa de la que se habla en el art. 156 del Código Penal, las
consecuencias no tienen el carácter negativo que le atribuimos a la
interpretación que enfrentamos. En efecto, considerar las cosas desde la
perspectiva que postulamos deja incólume el tipo del art. 156 del Código Penal.
Obsérvese que, en principio, dicha figura seguiría siendo aplicable a cualquier
violación de secretos –aún las cometidas por los médicos- perpetrada sin justa
causa.
9. En el Nº 5 de este considerando enumeré diversas
consideraciones jurisprudenciales y doctrinarias con las cuales, a la luz de lo
dicho, es evidente que no estoy de acuerdo. Siguiendo la tradición de la
“disputatio” medieval, y más específicamente el método utilizado por Santo Tomás
en la Suma
Teológica, trataré de responder esas objeciones en el mismo
orden en que fueron expuestas.
a)
Al Dr. Lejarza le diré que su consideración no me parece exacta. Efectivamente,
la ley procesal no exige al médico revelar todos los secretos, sino sólo
aquéllos que tengan vinculación con atentados contra la vida o la integridad
física de las personas. Esta restricción deja sin sustento la afirmación, pues
se advierte que no es cierto que todos los secretos sean revelables, sino unos
pocos de ellos. Al Dr. Pena le diría lo que el mismo Tomás de Aquino le
contestaría: el que revela un secreto contrario al bien común no puede exigir
que la confidencia sea guardada.
b)
Comparto el razonamiento de los profesores Tozzini y Núñez acerca del
orden jerárquico que establece la Constitución entre las normas
sustanciales y las formales. Sin embargo, pienso que la conclusión a la que
arriban parte del equívoco de interpretar que la obligación de denunciar,
impuesta por el código adjetivo a los médicos, supone un intento derogatorio del
art. 156 del Código Penal. Por el contrario, me parece que la ley procesal no
pretende abrogar la ley de fondo, sino que, en este caso, constituye la “justa
causa” a la que se refiere en su parte final el citado art. 156, que no es otra
cosa que un elemento normativo del tipo, sin cuya concreta verificación, el tipo
objetivo no puede tenerse por cumplido.
c)
Al Dr. Creus puedo responderle con las palabras de la Corte Suprema de
Santa Fe, en el citado caso “M.I.”: en general, el bien jurídico que la
revelación del secreto pretende resguardar es la vida humana que, como es
evidente, tiene mayor entidad que el interés en preservar una confidencia o, aun
si se quiere, que la misma libertad individual. Acerca de la supuesta
desaparición del bien jurídico “vida” en el caso de la consumación del delito de
aborto, creo que su criterio es discutible. En efecto, para proteger la vida
individual de los hombres, el derecho lanza una “prohibición general” de matar
injustamente a otro. Dicha prohibición se corporiza en el llamado “bien jurídico
vida”, que es algo distinto a la vida concreta de los individuos. El “bien
jurídico” no puede morir, sino que, a lo sumo, puede dejar de ser protegido por
el derecho. Si la muerte de la víctima hiciese desaparecer –como sostiene Creus-
el bien jurídico vida, la persecución penal del asesino no sería posible. En ese
sentido, es cierto que el derecho penal siempre llega tarde, por esa peculiar
costumbre de morirse que tienen las víctimas del delito de homicidio.
Por otro lado, si lo inmediatamente protegido por el derecho es el bien
jurídico vida, y sólo mediatamente la vida individual y concreta de Fulano, no
se advierte cuál es el motivo para justificar la diferencia de criterio, sea que
la víctima haya muerto o no. Seguir tal idea sentaría un peligroso precedente,
pues a sabiendas de dicha circunstancia, puede que el que intentó un aborto o un
asesinato se decida a consumarlo, para así concurrir tranquilo al médico. No sea
cosa que la víctima no esté muerta, y que entonces el doctor esté autorizado a
revelar el secreto y, consecuentemente, obligado a denunciarlo. Según esta
particular concepción, el derecho pareciera decir a los asesinos: “si te
decidiste a matar a alguien, cerciorate que esté bien muerto”, lo cual no es muy
edificante.
d)
Si el médico no puede denunciar en los casos de secreto profesional, como
sostiene Clariá Olmedo, la obligación prevista en el art. 177, inc. 2º, del
C.P.P. carece absolutamente de objeto. Suponer eso sería suponer la
inconsecuencia del legislador, cosa que –según la Corte- aun cuando se piense, no es
elegante publicar. Prefiero, como dije más arriba, una interpretación que
armonice la ley sustantiva y los preceptos formales.
e)
Si bien la cita que hace Soler de Carrara es textual y tiene directa
vinculación con el tema, creo que el pisano se estaba refiriendo a otro aspecto
del asunto. Por lo menos, así parece seguirse del párrafo que precede al
transcripto, que dice
“Toda
la estructura de ese edicto tiende al fin de prevenir los peligros de la
publicidad, para que los temores de ésta no obliguen a las jóvenes a dar a luz
ocultamente y a darle muerte a la criatura. Más cordura y mejor corazón
...”.
Supongo que la opinión de Carrara no era tan adversa a la obligación de
denunciar impuesta a los médicos –al menos, no tan adversa como nos sugiere
Soler- porque sino poco sentido tendría el siguiente pasaje, ubicado un poco más
adelante que el anterior
“Los
cirujanos tienen la obligación de denunciar las heridas o lesiones a cuyo examen
hayan sido llamados, aunque el cliente mismo les recomiende el secreto, por
haber sido resultado de un duelo, por ejemplo; el interés público de que la
justicia conozca las acciones criminosas ha hecho que esto se admita
generalmente; pero en cuanto a las circunstancias de la imputación, creo que no
hay ese deber; por esto, si el herido le cuenta al cirujano que Pedro lo hirió
al sorprenderlo en el lecho conyugal o robando en su casa, el cirujano no tiene
ninguna obligación de denunciar el delito confesado por su cliente”.
10.
Muchos entienden que la obligación impuesta a los médicos de denunciar importa
la violación del art. 18 de la
C.N., en cuanto otorga al imputado en causa criminal la
garantía de no declarar contra sí mismo. Me da la impresión que este argumento
es débil. En efecto, si bien es cierto que, en general, el que concurre en las
condiciones apuntadas a pedir el auxilio de un médico lo hace en una situación
de necesidad, mantener la postura reseñada al principio impediría, por ejemplo,
que los testigos depusieran acerca de revelaciones o hechos atrapados por sus
sentidos, respecto de imputados que estuviesen en las mismas condiciones de
invalidez o necesidad que los que son asistidos por un médico.
El voto del Dr. Millán en el aludido plenario “Frías”
concluye
“nadie
condena a la cárcel o al suicidio a la abortante, porque todo es cuestión de que
no revele, ella, su asentimiento a las maniobras abortivas o individualice al
que se las produjo. Y con eso se acaba la espinosa cuestión. Ni ante el
profesional del arte de curar, ni ante el juez, ni ante nadie, está obligada a
declarar contra sí misma. Pero si lo hace, deberá atenerse a las consecuencias
de cualquier confesión judicial o extrajudicial”.
En ese sentido, la
Corte Suprema de Justicia de la Nación ha entendido que
“constituye
una interpretación irrazonable de la garantía contra la autoincriminación (C.N.
18) entenderla de modo que conduzca inevitablemente a calificar de ilegítimas
las pruebas incriminatorias obtenidas del organismo del imputado en todos los
casos en que el individuo que delinque requiera asistencia médica en un hospital
público ... No se ha vulnerado esa garantía cuando, como en el caso, la
autoridad pública no requirió de la imputada una activa cooperación en el aporte
de pruebas incriminatorias ... sin que exista las más mínima presunción de que
haya existido engaño ni mucho menos coacción que viciara su voluntad ... Tampoco
ha existido en tales circunstancias una intromisión del Estado en el ámbito de
privacidad de la acusada, dado que ha sido su propia conducta discrecional la
que permitió dar a conocer a la autoridad pública los hechos que dieron origen a
la presente causa ... El riesgo tomado a cargo por el individuo que delinque y
que decide concurrir a un hospital público en procura de asistencia médica,
incluye el de que la autoridad pública tome conocimiento del delito cuando, en
casos como el de autos, las evidencias son de índole material. En ese sentido,
cabe recordar que desde antiguo esta Corte ha seguido el principio de que lo
prohibido por la Ley
Fundamental es compeler física o moralmente a una persona con
el fin de obtener comunicaciones o expresiones que debieran provenir de su libre
voluntad, pero no incluye los casos en que la evidencia es de índole material y
producto de la libre voluntad del procesado (Fallos 255:18) ... Al tratarse de
delitos de acción pública debe instruirse sumario en todos los casos, no
hallándose prevista excepción alguna al deber de denunciar del funcionario, dado
que la excepción a la mencionada obligación –prevista en el art. 167 del
C.P.M.P.- no es extensiva a la autoridad o empleados públicos.”
Dice Tozzini:
“El
presentarse ante el médico con la evidencia orgánica de un delito en el cual se
ha participado no reúne los requisitos de una ‘declaración’ en contra de sí
mismo, aunque esté arriesgando los otros derechos. El argumento constitucional
resulta, a mi juicio, una aplicación extensiva, por analógica, del término
‘declarar’, más allá de una estricta interpretación como actuación personal
–técnica e intelectual- tendiente a lograr una manifestación contra el propio
‘declarante’. Esto abre una compuerta que será difícil de cerrar ante otras
situaciones analógicas improcedentes”.
Me parece que el caso del secreto médico es diferente al del secreto
exigido al abogado o al sacerdote. En estos dos supuestos, la existencia del
deber de guardar el secreto hace a la esencia de la función. Así, nadie se
confesaría si los curas salieran a publicar a los cuatro vientos nuestro
pecados. Y en el caso de los abogados, además, la obligación legal de denunciar
no puede ser exigible, por imperio de lo establecido en el art.
18 C.N.,
en cuanto reputa inviolable la defensa en juicio de la persona y de los
derechos. No tiene razonabilidad alguna que constitucionalmente se proteja la
defensa, mientras que por intermedio de una ley se obligue a los letrados -a la
sazón a cargo de dicha defensa- a formular denuncia contra sus clientes.
En el supuesto de los médicos tal colisión no se verifica. O al menos no
se verifica con la intensidad ni los alcances legales que en el caso de los
abogados y de los sacerdotes. Ocurre que no sólo el arte de curar puede de hecho
ser ejercido a pesar de la restringida obligación de denunciar que la ley
procesal impone a los médicos, sino que respecto de esta profesión no existe el
impedimento constitucional indicado en el aludido supuesto de los
letrados.
11. Si
uno analiza la jurisprudencia relacionada con el secreto médico, advertirá que
la mayoría de los fallos se vinculan con el delito de aborto. Esta circunstancia
revela una particular inclinación de los tribunales, y de buena parte de la
doctrina, a considerar aplicable a estos casos las exigencias procesales y
sustanciales relativas a la guarda del sigilo profesional, pero no hacerlo –ni
en la teoría ni en la práctica- al resto de los hechos delictivos.
No se dirá que en éstos las denuncias jamás provienen de los médicos, pues la
experiencia judicial indica que numerosos hechos de sangre son conocidos a raíz
de la noticia brindada por tales profesionales.
Esta tendencia parece no tener otro origen –en mi opinión- que el intento
de lograr, en la práctica, la abrogación del delito de aborto con consentimiento
de la mujer. Contra esta postura, considero que justamente en esta clase de
hechos, en los cuales –como dije más arriba- la víctima se encuentra
absolutamente indefensa, el Estado puede y debe extremar los medios para evitar
la impunidad de los delincuentes. Si se trata de proteger la vida humana, estimo
que no se deben hacer diferencias. Y si se hace alguna, debe ser en a favor los
más débiles, y no al revés. Si se pretende respetar el secreto médico, pues,
sería mejor hacerlo en los casos en los cuales las víctimas del delito tienen la
posibilidad de seguir persiguiendo al delincuente. Si se pretende respetar el
secreto médico, impidamos que los facultativos denuncien a los autores de robos
con armas, atentados terroristas, violaciones, homicidios y otras yerbas. En
tales hechos hasta podría prescindirse de esta herramienta de política criminal,
pues el Estado y los damnificados cuentan con mayores medios para perseguir el
crimen, lo que no ocurre en el caso del delito de aborto, a cuya víctima ni se
la ve ni se la oye.
La razón de justicia que inspira esta conclusión es evidente: defender al
débil; proteger al indefenso. Si el Estado no pone los medios eficaces para
hacerlo, la cosa no marcha, y la defensa constituye una mera declaración de
buenas intenciones. Estoy de acuerdo con los motivos que se alegan para fundar
el secreto médico: el derecho a la vida y a la salud; y también el deber de
fidelidad y la libertad personal. En el caso del aborto discrepo en una sola
cosa: a cuál de los titulares de tales derechos debe privilegiarse. Mis
contrincantes piensan que es a la mujer sospechosa de haber cometido el delito.
Yo pienso que es la víctima del delito, el niño por nacer. Él tiene derecho a
exigir a la mujer fidelidad a su condición de madre. Él tiene derecho a exigir
que ella respete su libertad personal. El tiene derecho a que se preserve su
salud. Y, fundamentalmente, tiene derecho a vivir. Para hacer efectiva la
defensa de tales derechos –que al nasciturus le son reconocidos por imperativo
constitucional- el Estado tiene la facultad y el deber de proponer la medidas
necesarias, siempre y cuando sean razonables. Una de esas medidas es obligar a
los médicos –a todos los médicos, y no sólo los de hospitales públicos- que
denuncien a las pacientes que atiendan por aparentes abortos dolosos.
¿Que eso violenta la relación de confianza que debe haber entre el
paciente y el médico?. La violentaría si no existiese una causa justa para
revelar el secreto. La paciente no puede exigir al facultativo que guarde el
secreto cuando dicho secreto importa el perjuicio de un tercero o de la
sociedad. Ella no puede alegar la violación de un deber de fidelidad que, desde
el vamos, sabía –o debía saber- que no existe. ¿Qué así nadie se atenderá y
preferirá la muerte?. El Estado no puede hacerse cargo de las decisiones de los
particulares. Y nadie puede alegar en su defensa su propia torpeza, y menos aún
su previa actividad dolosa.
VII. La
calificación legal
La imputada es autora o instigadora del delito de aborto con
consentimiento de la mujer (arts. 45 y 88 del Código
Penal).
Sea como fuere, mediante las pruebas reunidas durante la instrucción, se
estableció que el aborto realizado no fue espontáneo ni natural, sino provocado.
Si esto fue así, y si W. no dijo que nadie la haya obligado o forzado a llevar
adelante tal acción, debe colegirse necesariamente que, o ella misma mató al
niño que llevaba en su seno, o le indicó a otro que lo
hiciera.
VIII. La libertad y el embargo
La pena con la que el aborto está sancionado –a mi juicio notoriamente
desigual respecto del homicidio -
permite que la imputada siga en libertad durante el curso del proceso (arts. 316 y 317, inc. 1º, del C.P.P.),
puesto que, además, no se dan en el caso los extremos impeditivos del art. 319
del mismo código.
Para fijar el monto del embargo, no voy a tener en cuenta la eventual
indemnización por daños y perjuicios, porque nadie aparece hasta aquí como
interesado en promover la acción (el niño está muerto y su madre es la autora
del delito). Sí consideraré el monto de la tasa de justicia y la previsión por
el pago de honorarios del abogado interviniente, cuyo mínimo legal es de $
1.000.
Por todo lo expuesto, de conformidad con las normas citadas, corresponde
y así
RESUELVO:
DICTAR AUTO DE PROCESAMIENTO sin prisión preventiva, respecto de
M.F.W., por considerarla autora o instigadora del delito de aborto con
consentimiento de la mujer, mandando trabar embargo sobre sus bienes hasta
cubrir la suma de cinco mil pesos (arts. 45 y 88 del Código Penal; 306, 310 y
518 del Código Procesal Penal).
Notifíquese, tómese razón y cúmplase.
JAVIER
ANZOÁTEGUI
juez de
instrucción
Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, cuestión LXX, art. I, ad
2ª.
C.C.C. en pleno, c. “Frías, Natividad”, resuelta el 26 de agosto de 1966 (en
particular el voto del Dr. Amallo).
Núñez, Ricardo C.; “Derecho Penal Argentino”; Tº V, págs. 116/117; Bibliográfica Omega, Buenos Aires,
1976.
Molinario, Alfredo J.; “Derecho Penal”, pág. 393; La Plata,
1943.
Creus, Carlos; “La protección penal y procesal del secreto profesional”; pág. 9;
Editorial de la
Mesopotamia, Santa Fe, 1971.
Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, cuestión LXX, art. I, ad
2ª.
Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, cuestión LXVIII, art. I, ad
3ª.
Suma Teológica, Tº XI, pág. 241; Ed. Club de Lectores, Buenos Aires,
1987.
Núñez, Ricardo C.; “Derecho Penal Argentino”; Tº V, págs. 127/129; Bibliográfica Omega, Buenos Aires,
1976.
Molinario, Alfredo J.; “El secreto profesional y la obligación de denunciar
delitos”, en “Revista de psiquiatría y criminología”, pág. 243; Nº 48, Buenos
Aires, julio-agosto de 1944.
Portela, Jorge G. y González, Nemesio; “Sobre si son válidos los procedimientos
judiciales seguidos contra la mujer abortante en los casos previstos en el art.
88 del Código Penal”; publicado en “El Derecho”, Tº 129, págs. 392, 393 y
395.
López Bolado, Jorge; “Los médicos y el Código Penal”, pág. 202; Editorial
Universidad; Buenos Aires; 1987.
Gómez, Eusebio; “Tratado de derecho penal”, Tº III, pág. 447; Compañía Argentina
de Editores; Buenos Aires, 1940.
Gerome, Eduardo Raúl; “El secreto profesional y la obligación de denunciar”; El
Derecho, Tº 102, pág. 891.
López Bolado, Jorge; op. cit., pág. 203.
Tozzini, Carlos A.; “Violación del secreto profesional médico en el aborto”; en
“Doctrina Penal”, Nº 17, año 1982, págs. 156/157.
Tozzini, Carlos A.; op. cit., pág.
159.
Núñez, Ricardo C.; op. cit., pág. 132.
Creus, Carlos; “La protección penal y procesal del secreto profesional”; pág.
45/46; Editorial de la
Mesopotamia, Santa Fe, 1971.
Clariá Olmedo, Jorge A.; “Derecho Procesal Penal”, Tº II, págs. 541/542; Marcos
Lerner Editora Córdoba, Córdoba, 1984.
Soler, Sebastián; “Derecho Penal Argentino”; Tº IV, pág. 144; Tipográfica Editora Argentina;
Buenos Aires, 1951.
Carrara, Francesco; “Programa de Derecho Criminal”, parte especial, Tº II, pág.
446; nota Nº 1 al parágrafo Nº 1640; Editorial Themis, Bogotá,
1958.
Núñez, Ricardo C.; op. cit.; pág.
164.
Corte Suprema de Justicia de Santa Fe, causa Nº 11.050 “M.I.”, resuelta el 12 de
agosto de 1998; fallo publicado en Jurisprudencia Penal de Buenos Aires, Tº 103,
págs. 252 y ss.
Tribunal Superior del Neuquén, causa Nº 41.003, “M.M.E. y otra”, resuelta el
14-4-88; publicado en “El Derecho”, Tº 129, págs. 388/417.
C.S.J.N., causa Nº Z.17-XXXI- “Zambrana Daza, N.B.”, resuelta el
12-8-97.
C.E.D.H.-Recueil 1997-I; caso Nº 9/1996/627/811; sentencia del 25 de enero de
1997.
Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, cuestión LXVIII, art. I, ad
3ª.
Portela, Jorge G. y González, Nemesio; “Sobre si son válidos los procedimientos
judiciales seguidos contra la mujer abortante en los casos previstos en el art.
88 del Código Penal”; publicado en “El Derecho”, Tº 129, págs. 392, 393 y
395.
Carrara, Francesco; op. cit.; pág. 459; parágrafo Nº
1646.
C.S.J.N., causa Nº Z.17-XXXI- “Zambrana Daza, N.B.”, resuelta el
12-8-97.
Tozzini, Carlos A.; op. cit, pág.
158.
Acerca de este punto, es ilustrativo, valiente y lúcido el artículo de Héctor
Hernández: “Superación de ‘Natividad Frías’: luces y sombras de un discutido
fallo”, publicado en El Derecho, Tº 186, pág. 1321.