www.notivida.com.ar

ABORTO.

Dictan auto de procesamiento a la mujer que abortó y traban embargo sobre sus bienes

Juzgado Nacional en lo Criminal de Instrucción Nº 4

Buenos Aires, 2 de diciembre del 2005.

AUTOS Y VISTA:

La causa Nº 61.182/05 en trámite ante este Juzgado Nacional en lo Criminal de Instrucción Nº 4, Secretaría Nº 113, seguida a M.F.W.

Y CONSIDERANDO:

I. La acción

El 25 de noviembre de 2005, a eso de las tres de la tarde, la nombrada llegó a la Fundación Hospitalaria, ubicada en la Avenida Crámer 4601, de esta ciudad, con fiebre y pérdida de sangre en la vagina. El médico ginecólogo que la atendió diagnosticó que tenía un aborto provocado incompleto infectado. A raíz de ello, se le practicó un legrado evacuador uterino complementario, debido a que en el útero de W. habían quedado restos placentarios y al colocar el espéculo (instrumento que sirve para visualizar el cuello uterino y la vagina) se comprobó la presencia de un feto completo sin vida, de aproximadamente doce semanas de gestación, el cual fue retirado.

Concretamente, pues, se le reprocha a la imputada haber dado muerte a su hijo, cuando éste se encontraba dentro del útero materno, cursando el tercer mes de embarazo.

II. Las pruebas

Sergio Javier Paikovsky, especialista en obstetricia y ginecología, declaró a fojas 8 y describió las circunstancias en que encontró a la imputada. Dijo que el día 25 de noviembre de 2005, alrededor de las 15, mientras estaba de guardia en la Fundación Hospitalaria, le avisaron que había ingresado una paciente. Se dirigió al consultorio de guardia, donde encontró a quien luego resultó ser W., junto con una persona que dijo ser su padre.

La señorita le dijo que estaba embarazada y que tenía pérdida de sangre y dolor abdominal, por lo que procedió a examinarla, constatando que tenía fiebre, perdía sangre de la vagina con olor fétido y el útero estaba aumentado de tamaño por gestación de entre dos y tres meses. Por su experiencia, sabía que la fiebre y el olor fétido de las pérdidas son síntomas de infección; y la infección es signo característico de los abortos provocados, motivo por el cual le preguntó a la joven si se había hecho alguna maniobra para perder el embarazo, a lo cual ésta le respondió que le habían colocado unas pastillas en la vagina, sin especificar quién ni dónde. En atención al cuadro que presentaba, dispuso la internación de W. en la clínica, y la realización de estudios, a la vez que se le aplicó una tratamiento antibiótico endovenoso, profilaxis antitetánica, estudios de laboratorio y radiológicos y electrocardiograma, con el fin de llevar a cabo el legrado evacuador uterino complementario. Dicha operación se cumplió a las 20 de ese día, ocasión en la que evacuó los restos placentarios y un feto sin vida de alrededor de doce semanas de gestación. Señaló que los abortos espontáneos raramente se infectan, razón por la cual coligió que se trataba de uno provocado.

El Subinspector Carlos Alberto Pinnola, dijo que el día 25 de noviembre de 2005, alrededor de las 17 fue a la Fundación Hospitalaria. Cuando llegó al lugar, habló con el Dr. Paikovsky, quien le refirió cómo habían ocurrido los hechos y le informó que a las 20 le harían un raspaje a la joven W., fin de completar el aborto. Por esa razón, notificó al médico interviniente que al finalizar con la operación debía poner en resguardo la totalidad de los restos placentarios y fetales que se extrajeran de la paciente, para realizar el correspondiente análisis anatomo-patológico (fs. 1).

El Cabo 1º Mario Rojas dijo que en la presencia de dos testigos procedió a la notificación de los derechos y garantías de la imputada, le extrajo fichas dactilares e implantó consigna (fs. 12).

El Sargento Juan Carlos Rosso, a fojas 19, manifestó que se constituyó a entrevistar a la imputada a fin de constatar de su domicilio, la cual finalmente se pudo realizar, conforme surge de fs. 23.

A fojas 3 obra una constancia firmada por el aludido Paikovsky, de la cual surge que el diagnóstico de la paciente W. es aborto provocado incompleto infectado. El informe médico legal de fojas 18 certifica que al momento de su detención la imputada estaba lúcida y orientada, y ratifica el diagnóstico del médico interviniente.

Las fotocopias de la historia clínica, agregadas a fs. 38/53, corroboran el diagnóstico inicial del médico, aunque la ecografía que se le realizó estableció la edad gestacional del niño muerto en ocho semanas. Esta información fue a su vez volcada en el informe médico forense de fs. 54/56.

Completan la prueba el acta de detención de fojas 13, realizada frente a los testigos Marcela Liliana Hernández y Mariana Elsa Marcheagani, y el informe médico forense de fs. 32, mediante el cual se estableció que la imputada estaba en condiciones de prestar declaración en su lugar de internación.

III. La indagatoria

A fojas 31 W. dijo:

“Que el día viernes pasado me sentía mal. Yo llamé a mi mamá y ella a mi papá. Mi papá me fue a busca a mi casa de Campana. Tenía muchos dolores abdominales. También tenía mucha temperatura. Me internaron y ahora estoy con medicación y esperando el parte médico. Yo no sé nada. Yo tenía un atraso menstrual pero no sabía que estaba embarazada. Yo tengo un nene de seis meses, hijo de mi actual pareja. Él se llama José Justo Sánchez.”

Agregó que no tomó medicación alguna para provocarse un aborto pues, tal lo dicho, no sabía que estaba embarazada. Señaló que tres días antes había levantado un recipiente pesado y sintió un tirón en el abdomen, a partir de lo cual comenzó a tener fiebre. Dijo que tenía un atraso de un mes y medio, pero cuando llegó al hospital le informaron que el atraso era de tres meses. No realizó durante ese tiempo prueba alguna de embarazo.

“Yo soy muy irregular. Tengo meses que me viene y meses que no. No me pareció nada rara la situación.”

Finalmente, refirió que no había cometido el delito hecho que se le imputa.

IV. La valoración de la prueba

W. fue a la clínica porque tenía fiebre y pérdidas. Cuando llegó, espontáneamente le contó de su embarazo al Dr. Paikovsky, quien la revisó y se dio cuenta que le habían practicado un aborto, el cual no estaba completo y le había provocado una infección, cosa de la que se advirtió por el olor de las citadas pérdidas y por la fiebre. A su vez, constató que dentro del útero aún había un feto sin vida y completo, de doce semanas de gestación.

Estas revelaciones surgen no sólo del testimonio del médico –el cual de ningún modo se presenta como inspirado en interés u odio contra su paciente- sino también de las constancias que registró en la historia clínica, las cuales se compadecen con el estado en que el Médico Forense encontró a W. al revisarla. Afirmo esto pues el citado galeno se remitió a dicha historia clínica, sin cuestionar el diagnóstico registrado allí por Paikovsky.

Este último señaló que coligió que el aborto había sido provocado, pues en los casos de abortos naturales no suele haber infección, la cual, a su vez, se puso de manifiesto –como se dijo- por la fiebre y el olor fétido de las pérdidas vaginales.

Es cierto que al prestar declaración indagatoria la mujer negó haber cometido el delito, y aún haber sabido que estaba embarazada. Este descargo se ve controvertido (tal lo adelantado) por las claras afirmaciones del médico –las cuales, reitero, no parecen enderezadas a perjudicar gratuitamente a una inocente- y por los signos físicos advertidos por el mismo galeno, a su vez volcados en la historia clínica.

¿Por qué Paikovsky afirmaría que la imputada le dijo que estaba embarazada, si eso no era cierto?. Mas bien parece que W. ha mentido. En ese sentido, obsérvese que afirmó que no sabía que estaba encinta, sin perjuicio de lo cual señaló que tenía un atraso de aproximadamente un mes y medio, el cual no le llamó la atención por su habitual irregularidad menstrual.

Este dato, no obstante, se contradice no sólo con lo afirmado por el médico, sino con lo revelado por la realidad, esto es, que el niño que llevaba W. en su vientre tenía una edad gestacional de entre ocho y doce semanas, es decir, cerca del doble que el retraso admitido por la imputada.

Algunos precedentes jurisprudenciales y comentarios doctrinales exigen, para tener por configurado el aborto, la efectiva constatación de que el feto estaba vivo al momento de cometerse la acción. No digo que éste no sea un presupuesto necesario del delito: es evidente que un cadáver no puede ser asesinado. Lo que afirmo, sí, es que se trata de una prueba diabólica, que no suele requerirse en los demás casos de homicidio. Es verdad que, por lo general, en el asesinato de un “nacido” suele advertirse que antes de la acción está vivo, porque se lo ve moverse, lo que no pasa en el caso de los no nacidos. Sin embargo, aún en los supuestos de homicidios de, por ejemplo, personas que están dormidas -donde la posibilidad de saber certeramente si no está muerta se ve limitada- este extremo no suele ser puesto en tela de juicio.             

Lo que creo debe suponerse, en aplicación de las reglas de la sana crítica, es lo que comúnmente ocurre. Si la madre afirma que estaba embarazada –eso hizo W. ante el médico- y si no existe signo orgánico o síntoma corporal que demuestre lo contrario, debe presumirse que, hasta la intervención dolosa de la imputada y/o de sus colaboradores, el no nacido estaba vivo. La postura contraria, en tanto es extraña –como vimos- a otros delitos contra la vida personal, parece más bien tener su origen en una toma de posición ideológica contraria a la sanción del aborto la cual, claro está, no debería empañar una argumentación verdaderamente racional.

De ese modo, con los limitados alcances de esta etapa del proceso, entiendo que las manifestaciones físicas halladas por el médico en el cuerpo de W. permiten tener por probado que la nombrada se hizo practicar un aborto, a resultas del cual el hijo que tenía en sus entrañas murió en forma violenta.

Las dudas que pudiesen quedar acerca de la materialidad del delito y de la responsabilidad de la imputada, seguramente serán develadas en la etapa de juicio, gracias a la inmediatez y la oralidad que la rigen. Hasta aquí, de ninguna manera puede decirse que exista la certeza negativa que los precedentes del tribunal de alzada unánimemente exigen para dictar el sobreseimiento, de modo que es menester seguir adelante con la causa.

V.        Conforme lo expuesto en el considerando anterior, la prueba de cargo más importante es la declaración testifical del médico ginecólogo que atendió a la imputada. Acerca de estas situaciones, el plenario de la Cámara del Crimen, in re “Natividad Frías”, determinó lo siguiente:

No puede instruirse sumario criminal en contra de una mujer que haya causado su propio aborto o consentido en que otro se lo causare, sobre la base de una denuncia efectuada por un profesional del arte de curar que haya conocido el hecho en ejercicio de su profesión o empleo –oficial o no- pero sí corresponde hacerlo en todos los casos respecto de coautores, instigadores y cómplices.   

            Decir que “Natividad Frías” no me obliga no es suficiente para resolver el entuerto, toda vez que, si bien es cierto que las conclusiones del citado acuerdo no son válidas como argumento de autoridad, si deben ser consideradas como un argumento a refutar. Tengo, pues, la obligación (no legal, sino intelectual) de decir porqué pienso que el citado plenario está equivocado. Eso será materia del considerando que sigue, por cuya extensión desde ya pido disculpas.

            VI. El secreto profesional médico

            1. En rigor de verdad, no hace falta establecer qué cosa es un secreto: todos lo sabemos desde la más tierna infancia. Todos, al menos, lo experimentamos. Si quisiera pasar por erudito, no obstante, podría decir que, según el Diccionario de la Real Academia Española, secreto es aquello que cuidadosamente se tiene reservado y oculto.

            El “secreto médico”, pues, será aquel dato reservado y oculto que el paciente tiene que revelar al médico para que éste lo cure, y que el médico está obligado a guardar. Es, sencillamente, un secreto que debe contarse o revelarse a un profesional del arte de curar. En ese sentido, revelar es “poner al descubierto” o “mostrar”, y no sólo contar o manifestar de un modo positivo y expreso. De modo que constituyen también secreto aquellas cosas que el médico se entera en virtud de la revisación del cuerpo del paciente, aunque éste ni siquiera abra la boca o, aun más, se halle en estado de inconsciencia [1].

            ¿Cuál es la razón por la cual un secreto no debe ser revelado?.

            Lo primero que se presenta ante nuestra consideración es que revelar algo que se nos ha dado a conocer en calidad de secreto, constituiría una infidelidad para con el confidente.

            Acerca de las cosas que se confían al hombre bajo secreto, Santo Tomás enseña que, si son de tal naturaleza que uno no está obligado a manifestarlas

“... puede estar obligado a guardarlas por lo mismo que le han sido confiadas bajo secreto. Y en este caso en manera alguna está obligado a publicarlas aún por precepto de un superior, puesto que el guardar fidelidad es de derecho natural; y contra lo que es de derecho natural nada puede preceptuarse al hombre”.[2]

            Similar criterio general debe aplicarse a los médicos, aunque respecto de éstos con un aditamento: ellos llegan al conocimiento del secreto por virtud de su profesión y de la necesidad del paciente.

            En el art. 156 del Código Penal, que se refiere al delito de violación de secretos, se dispone castigo para

“... el que teniendo noticia por razón de su estado, oficio, empleo, profesión o arte, de un secreto cuya divulgación pueda causar daño, lo revelare sin justa causa”.

            Con relación a esto, en “Natividad Frías” se estableció que la prohibición de la ley penal tiene su fundamento en la particular relación de confianza que existe entre el médico y su paciente, de manera que permitir que aquél viole sin justa causa el deber de guardar secreto importaría menoscabar dicha relación, provocando que en muchos casos los pacientes prefieran arriesgar sus vidas antes que verse sometidos a un proceso penal. [3]

            Núñez, refiriéndose al secreto profesional en general, expresa que:

“... es la libertad como razonable actuación de la persona en el ámbito relacional, el interés jurídico que se lesiona cuando los secretos de terceros se revelan por quienes los conocen en razón de relaciones de servicio de las que los individuos no pueden prescindir sin menoscabo para bienes apreciables”. [4]

Molinario, por su parte, explica que

“El individuo que acude a los conocimientos o servicios de un semejante sabe que, en muchos casos, tendrá que poner a éste en posesión de noticias cuya reserva le interesa mantener. El afán por guardar tales secretos gravita sobre el espíritu humano, algunas veces con tal fuerza que la persona en cuestión preferiría sufrir el perjuicio que le significaría prescindir de los conocimientos o servicios de sus semejantes, antes que poner a éstos en posesión de su secreto. La ley, al darle la seguridad, mediante una incriminación penal, de que tal secreto será reservado, libera a los individuos de aquella coacción espiritual. Acude, en consecuencia, a garantizar la libertad civil de las personas, facilitándoles el libre desenvolvimiento de sus actividades particulares. He aquí como, a través de la incriminación que nos ocupa, la ley penal tutela el bien jurídico de la libertad individual.  [5]

Creus enseña que la reglamentación del secreto profesional tiene su fundamento en la protección de la libertad individual. Así, expresa:

“... en ciertos momentos de su vida, el individuo se ve en la necesidad de recurrir a un profesional o técnico que es portador de una sabiduría especializada, de un tecnicismo particular, que no es patrimonio de todos, sino de un grupo relativamente reducido, dentro del cual el individuo tiene que elegir, en cuanto él mismo no puede proveer, con la imprescindible eficiencia, a la ‘necesidad’ que lo lleva a solicitar el servicio. A la vez, para que el profesional pueda desempeñar la actividad que se le requiere con eficacia, el individuo necesariamente debe confiarle hechos, situaciones, etc., que no le hubiera comunicado de no haber mediado dicha relación o, al menos, colocarse en manos del profesional de tal modo que le permita a este sorprender y conocer esos secretos”. [6]

            De manera, pues, que el principio es que los secretos –y aún más los revelados a causa de una profesión- deben ser guardados.

            2. Sin embargo, dicho principio reconoce una excepción. Si tuviésemos que expresarla en términos morales, diríamos que el secreto conocido debe ser revelado si el hecho de guardarlo contraría en forma grave el bien común de la sociedad.

            Así, Santo Tomás enseña que las cosas que se confían bajo secreto

“... a veces son tales que el hombre está obligado a manifestarlas en el momento en que llegaren a su noticia, por ejemplo, si pertenecen a la corrupción espiritual o corporal de la multitud o si deben causar daño grave a algún individuo, o si sobreviene alguna otra cosa parecida, lo cual todo el mundo está obligado a propalar, ya testificando, ya denunciando. Y contra este deber no puede obligarse por el secreto comiso, puesto que entonces se faltaría a la fidelidad que se debe a otros...”  [7]

  Y sigue el Doctor Común:

“revelar los secretos en perjuicio de una persona es contrario a la fidelidad, pero no si se revelan a causa del bien común, el cual siempre debe ser preferido al particular. Y por esto no es permitido recibir secreto alguno contrario al bien común”. [8]

            Al comentar este pasaje, el P. Ismael Quiles señala que

“no se debe guardar secreto, no obstante la promesa o juramento de guardarlo, siempre que la cosa manifestada en secreto pueda redundar en daño a la sociedad; porque en este caso tanto la promesa como el juramento tienen por objeto una cosa mala, puesto que se opone a la obligación que todo hombre tiene de acusar a otro, cuando el crimen es tal que redunde en detrimento de la sociedad ...” [9]

            En ese mismo sentido parece estar orientada la legislación positiva de nuestro país. La ley 17.132, que regula el ejercicio de la medicina, en su art. 11 establece que

“todo aquello que llegare a conocimiento de las personas cuya actividad se reglamenta en la presente ley, con motivo o en razón de su ejercicio, no podrá darse a conocer, salvo los casos que otras leyes así lo determinen o cuando se trate de evitar un mal mayor y sin perjuicio de lo dispuesto en el Código Penal”.

            En el aludido art. 156 del Código Penal, como vimos, se reprime la revelación de secreto realizada sin justa causa.

            El art. 70 del Código de Ética de la Confederación Médica de la República Argentina, finalmente, determina que el médico debe denunciar los delitos de que tenga conocimiento en el ejercicio de su profesión.

            De modo que el principio general al que hicimos referencia encuentra un límite moral y legal de similar textura. Conforme estas normas, la regla respecto del punto quedaría enunciada más o menos así: los médicos no pueden revelar ningún secreto conocido en el ejercicio de su arte, salvo que tengan una justa causa para hacerlo. Provisionalmente, pues, es posible afirmar que la revelación de un secreto profesional por parte de un médico no constituye delito si es realizada mediando justa causa. Y aún más: dicha revelación ni siquiera sería una acción típica, puesto que el giro “sin justa causa” es un elemento normativo del tipo objetivo, de manera que su inexistencia tiene por efecto excluir la misma tipicidad.           

            3. Parece entonces de trascendencia determinar qué cosa es la “justa causa” a la que se refieren las normas morales y legales antedichas. ¿Qué dicen los autores acerca de este componente de la ley, al que los penalistas llaman “elemento normativo del tipo”?.

            No vamos a volver a citar a Santo Tomás. Para el pobre sería un verdadero dolor de cabeza tener que hablar este idioma abstruso inventado por el derecho penal moderno. Sólo diremos –tal lo adelantado- que para él una suerte de justa causa sería que la materia del secreto tuviera que ver con la corrupción espiritual o corporal de la multitud, o si guardarlo causara daño grave a algún individuo. En definitiva, si el secreto es contrario al bien común, no sólo es lícito, sino obligatorio, revelarlo.

            En su tratado, Núñez señala que existe justa causa para revelar el secreto cuando la ley dispone su comunicación. Concretamente, refiere que

“existe justa causa para revelar el secreto si la ley obliga a los profesionales en el arte de curar a denunciar a la autoridad los atentados personales en los cuales hayan prestado los socorros de su profesión, o los delitos perseguibles de oficio que conozcan al prestar los auxilios de su profesión”.

            Y un poco antes había admitido que justa causa constituía

“la revelación del secreto hecha en la defensa de los derechos de otro...”. [10]

Molinario indica que

“Dentro de esta expresión cabe considerar, en primer término, la existencia de normas legales que obliguen o autoricen al depositario del secreto a revelar este último a la autoridad. La ‘justa causa’ a que se refiere el art. 156 del Código Penal reside, primordialmente, en la existencia de una norma legal imperativa o permisiva de la revelación del secreto”.  [11]

En ese sentido, Creus considera que

“la revelación es justificada cuando se dan las situaciones previstas como causas de justificación en las reglamentaciones del art. 34, inc. 3º, y siguientes del Código Penal”.

            Por su parte, Portela y González sostienen que

“no se debe guardar secreto, sea este pedido o confiado, siempre que la cosa manifestada en secreto pueda redundar en daño de la sociedad”. [12]

            López Bolado coincide en punto a que por justa causa debe entenderse una causa exclusivamente legal, aunque luego añade

“El otro caso admitido de revelación del secreto, porque media una justa causa, es cuando el médico, por ese medio, trata de evitar un mal mayor. En otras palabras, cuando hay una causa de justificación suficiente.”  [13]

            Según el vocal que opinó en primer término en el citado plenario “Natividad Frías”, el Dr. Lejarza, la justa causa es exclusivamente legal

“Es decir, que solamente una ley puede eximir de guardar el secreto debido, convirtiendo en obligación su quebranto”.

            Suelen citarse como imposiciones expresas de la ley, constitutivas de justa causa para revelar secretos, las relativas a enfermedades epidémicas, a los certificados de defunción, a los nacimientos por entonces considerados ilegítimos [14], a enfermedades contagiosas [15], y hasta la persecución judicial del cobro de sus honorarios por parte del médico.[16]

4. La cuestión parece tornarse más problemática con relación a las disposiciones del código procesal, que –conforme la mayoría de los autores- colisiona con la figura de la violación de secretos ya mencionada. La pregunta “del millón” es, pues, si dichas normas de procedimiento  constituyen o no la justa causa mencionada en el art. 156 del Código Penal. Veamos.

            El art. 177, inc. 1º, del Código Procesal Penal dispone que están obligados a denunciar los delitos perseguibles de oficio los funcionarios o empleados públicos que los conozcan en ejercicio de sus funciones. Y el inc. 2º de la citada norma impone la misma obligación a los médicos, etc., respecto de los delitos contra la vida y la integridad física que conozcan al prestar los auxilios de su profesión, salvo que los hechos estén bajo el amparo del secreto profesional.

            Si bien no está vigente, las disposiciones del antiguo Código de Procedimientos en Materia Penal tenían un alcance que –con ciertas salvedades- es similar al actual.

            El art. 165 del decía que:

“Los médicos, cirujanos y demás personas que profesan cualquier ramo del arte de curar, harán conocer dentro de las veinticuatro horas, o inmediatamente, en caso de grave peligro, los envenenamientos y otros graves atentados personales cualesquiera que sean, en los cuales hayan prestado los socorros de su profesión...”.

            El art. 166, por su parte, establecía

“Cuando sean varias las personas que hayan concurrido a la curación o asistencia de la persona lesionada, todas ellas están obligadas a prestar la declaración prescripta en el artículo anterior.”

            El art. 167, finalmente, señalaba

“Se exceptúa de lo dispuesto en los dos artículos anteriores, el caso en que las personas mencionadas hubieran tenido conocimiento por revelaciones que le fueren hechas bajo el secreto profesional”.

            El art. 275, inc. 5º, del citado cuerpo normativo, decía que no podían ser admitidos como testigos

“los médicos, farmacéuticos, parteras y toda otra persona, sobre hechos que por razón de su profesión les hayan sido revelados”.

            El entuerto, como se advierte, se produce por lo siguiente: el Código Penal no prohibe la revelación de secretos cuando existe justa causa; ésta –la justa causa- puede en principio ser una ley; pero la ley procesal, que obliga a los médicos a revelar determinadas cuestiones, los exime de hacerlo si los hechos fueron conocidos bajo el secreto profesional.

            5. La mayor parte de los autores considera que las normas procesales transcriptas no constituyen justa causa de la revelación del secreto profesional.

            a) En ese sentido, los jueces que formaron la mayoría en el plenario “Natividad Frías” consideraron que la ley procesal no puede erigirse en esa “justa causa” a la que hace referencia la norma penal, puesto que, en ese supuesto, el interés general de reprimir delitos siempre primaría respecto del deber de guardar el secreto. Así (agregamos  nosotros) sacerdotes, abogados y médicos pronto quedarían sin clientes.

            El juez que abrió dicho plenario, el ya mencionado Lejarza, expresa que:

“... En ningún caso el simple interés público puede llegar a ser la causa justa, porque ese interés jugaría siempre, dando al traste con todos los secretos. Nada justificaría la reserva del sacerdote o la del abogado o la de cualquier otro profesional, y no la de los versados en el arte de curar, puesto que la confesión o el conocimiento que estos obtienen están generalmente condicionados por un mayor y más urgente apremio”.

            El Dr. Pena, por su parte, explicó en su voto que:

“La culpable intervención que tuvo la autora o consentidora de aborto es noticia que el médico recibió en razón y ejercicio de su profesión, y como tal se encuentra bajo la tutela de la prohibición. Aceptar la validez de las manifestaciones incriminatorias que el confidente pueda hacer respecto de su asistida lleva a la pérdida de las garantías que para ella representa el deber del secreto reglado”.

            b) Al referirse al tema, Carlos A. Tozzini señala que

“Bajo ningún concepto, entonces, el deber de denunciar que imponen las leyes procesales a los funcionarios, puede establecer excepciones o ‘justas causas´ a la prohibición de la ley de fondo. Esta es una razón constitucional suficiente como para transformar en innecesarias las repeticiones sobre la correcta interpretación de las normas adjetivas que hacen algunos autores, por no advertir la imposibilidad de que adolece una disposición procesal para derogar o abrogar una norma penal, en materia que le es específica”. [17]

            También afirma Tozzini que la denuncia médica, al violar el secreto profesional, constituye una acción ilícita y, por tanto, inadmisible para dar inicio a la actividad procesal del Estado. Explica que

“si las circunstancias que motivan la denuncia resultan procesalmente irregulares e inadmisibles como un todo, el magistrado no puede partir de esa misma notitia criminis para tomar conocimiento contra el obrar de coautores, instigadores, cómplices y encubridores. Errónea es, por tanto, la solución dada a este problema en el plenario ‘Frías’” [18].

            Núñez dice al respecto que las leyes procesales no pueden imponer a los profesionales del arte de curar la denuncia de los delitos perseguibles de oficio que hubiesen conocido al prestar el auxilio propio de su profesión, cuando se cumplen los requisitos del tipo del art. 156 del Código Penal, por la primacía de la ley de fondo sobre la procesal, pues en este caso el derecho material obliga a no revelar el secreto. Consecuentemente, el citado autor concluye que la exigencia procesal de denunciar procede cuando, entre otras cosas, existe justa causa para revelar el secreto a la autoridad, aunque excluye de este supuesto la circunstancia de que se trate de un delito perseguible de oficio, pues dicha

“interpretación, alterando lo que según el Código Penal es un secreto no revelable, desconocería la necesaria subordinación de la ley procesal a la material”.[19]

            c) Creus sostiene, también, que para establecer si existe justa causa de revelación es necesario comparar dogmáticamente los bienes jurídicos en juego. Por un lado, en el caso del secreto y conforme lo dicho, siempre estará la libertad individual. Por el otro, por ejemplo, puede estar la vida. Señala el citado profesor que si el silencio puede vulnerar dicho bien jurídico, la revelación estaría justificada y en ese caso el profesional tendría la obligación de denunciar. No obstante, un poco más adelante enseña que los casos de aborto no debe ser denunciados, salvo que

“las maniobras abortivas hubieran producido la expulsión de un feto casi a término, que puede tener viabilidad y que ha sido abandonado en determinado lugar”.

            Luego explica la razón de esta distinción. Dice que la muerte del feto hace desaparecer el bien jurídico protegido –en este caso la vida humana- con lo cual debe prevalecer el bien jurídico libertad, en cabeza del presunto asesino. [20]

            d) Claría Olmedo entiende que la prohibición de denunciar se “fundamenta en la protección de otros intereses que se consideran superiores al de la colaboración del particular con la administración de justicia” y que, en función del art. 156 del Código Penal

“los códigos procesales hacen expresa excepción al imperativo de denunciar previsto para los profesionales en cualquier rama del arte de curar, cuando se trate de casos que caigan bajo el amparo del secreto profesional. Al respecto es más preciso concluir que en ningún caso podrá formularse denuncia cuando con ella haya de violarse el secreto profesional”.

 Más adelante expone que

“aunque la violación del secreto profesional sea penalmente sancionable, la denuncia con que se lo cometa debería tener, en principio, el mismo tratamiento procesal. Pero esto muestra otras derivaciones propias de la apreciación del secreto, lo que lleva a las leyes procesales a no establecer preceptivamente la prohibición, sino tan sólo a dejarlo a salvo ante el imperativo de denunciar. De aquí que la denuncia deba ser admitida y producirá sus efectos normales, aunque con ella se viole el secreto. La diferencia con el testimonio a este respecto consiste en que el testigo es llamado a declarar, mientras que el conocedor del hecho se determina por sí mismo a denunciar. Si bien esta denuncia tiene eficacia procesal para el trámite, en cuanto elemento de convicción funciona al igual que en el testimonio. Si con ella se violó el secreto profesional, no podrá ser considerada válidamente como prueba en contra del imputado”.  [21]

            e) Soler considera que

“no existe deber de denunciar y sí deber de guardar secreto, cuando la denuncia expone al necesitado a proceso, porque su padecimiento es el resultado de la propia culpa criminal” [22].

            Al tratar el tema, el aludido profesor argentino cita a Carrara, quien expresa

“Más cordura y mejor corazón había en los que castigaban a los divulgadores de partos ilegítimos, que en ciertos maniáticos que se obstinan en la ineficaz crueldad de castigar con la muerte a esas infelices madres”. [23]

f) Cuando se refiere al art. 181, inc. 2º, del Código Procesal de Córdoba, que prescribe la obligación de denunciar los delitos perseguibles de oficio a “Los médicos, parteras, farmacéuticos y demás personas que ejerzan cualquier ramo del arte de curar, que conozcan esos hechos al prestar los auxilios de su profesión, salvo que el conocimiento adquirido por ellos esté por ley bajo el amparo del secreto profesional”, Núñez enseña que la norma se refiere al caso que la

“denuncia hiciera incurrir al profesional en el delito del art. 156 del Código Penal. La excepción al deber de denunciar fundada en la prohibición de violar el secreto profesional, reduce el ámbito de ese deber a los casos en que, a pesar de que el profesional hubiere conocido la existencia del delito al prestar los auxilios de su profesión, no concurriere alguno de los requisitos del delito que menciona el art. 156, a saber: a) que no se tratare de un hecho ya divulgado, o que no pudiese causar daño al paciente; ... c) o que concurriere una justa causa para hacer la revelación, distinta, por cierto del deber impuesto por el inc. 2º del art. 181”. [24]

            6. El precedente “M.I.”, de la Corte Suprema de Justicia de Santa Fe, se refiere a un proceso instruido por aborto, en virtud de la denuncia formulada por la médica tratante de la imputada en un hospital público. Allí se sostuvo, entre otras cosas, que en tal caso no existe el daño exigido por el tipo del art. 156 del C.P., porque éste se verifica sólo cuando hay una injusta afectación de bienes jurídicamente amparables; de tal modo, cuando no se advierte esa injusticia, no hay daño ni conducta típica.

            Además, se consideró que la sujeción a proceso y la eventual aplicación de una pena son la consecuencia de la actuación voluntaria y, en principio, ilícita, de la imputada, y no pueden justificar un juicio de reprobación de la denunciante, ni  fundar la anulación del procedimiento. También se refirió que resultaba innegable la existencia de justa causa, pues para la médica era obligatorio denunciar el delito de acción pública presuntamente cometido.

            Finalmente, se señaló que lo que se encontraba enfrentado no era, por un lado, el valor “persecución del delito” y por el otro el derecho a la salud de la imputada, sino que lo que estaba en juego era el derecho a la vida; y que el tribunal inferior se había pronunciado por una absolutización del secreto médico, en una decisión que conducía de hecho a la desincriminación del aborto.

“Es a todas luces injusto que alguien pretenda ampararse en el deber del secreto profesional para de ese modo hacer cómplice al profesional de un comportamiento cuyo objeto es privar la vida a un inocente. El derecho-deber al secreto profesional no funciona sin límites, tanto éticos como estrictamente jurídicos.” [25]

            En el precedente “M.M.E. y otra”, del Tribunal Superior del Neuquén [26], uno de los jueces que conformó la minoría –el Dr. Iribarne- sostuvo que

“el secreto profesional no rige cuando media justa causa de revelación, configurándose la misma en el caso, en razón de la obligación de denunciar un delito de acción pública, especialmente exigible en la hipótesis, en virtud del bien jurídico protegido por éste, la vida del feto, que dada su absoluta indefensión carece de toda otra forma de tutela”.

            Un poco más adelante, el mismo juez brinda un argumento de interés:

“... se presume que el médico denuncia el delito de la abortante. En realidad, quien formula la denuncia sólo se limita a poner en conocimiento de la autoridad el acaecimiento de un hecho presuntamente delictuoso. Será a los jueces a quienes compete individualizar a sus autores y determinar su responsabilidad penal en la comisión del hecho, ejercida por el Ministerio Público la carga de probar los presupuestos objetivos y subjetivos del tipo penal”.

            En su voto en el precedente “Zambrana Daza”, el Ministro Boggiano señaló que

“el citado precepto –se refiere al art. 164 del C.P.M.P.- armoniza con los arts. 277, inc. 1º, y 156 del Código Penal. El primero reprime al que ‘omitiere denunciar el hecho estando obligado a hacerlo’. El segundo, incrimina a quien ‘teniendo noticias por razón de su estado, oficio, empleo, profesión o arte, de un secreto cuya divulgación pudiera causar daño, lo revelare sin justa causa´. De tal modo, el deber de denunciar –explícitamente impuesto por la ley- torna lícita la revelación ... Por otro lado, la norma –se refiere ahora al art. 167 del C.P.M.P.- no contiene una prohibición expresa de formular la denuncia, pues se limita a disponer que aquélla no es obligatoria ...”. [27]

            El caso “Z. vs. Finlandia”, de la Corte Europea de Derechos Humanos [28], versó acerca de la condena de un hombre por varias tentativas de homicidio, hechos que perpetró mediante la violación de las víctimas, a sabiendas de ser portador de SIDA. Una de las pruebas fundamentales para establecer que el condenado se sabía infectado con dicho virus, fueron las declaraciones testificales de los médicos que trataron similar dolencia en la esposa del nombrado (“Z”), así como la información obtenida de los registros médicos de la mujer.

            La norma sobre la base de la cual la Corte Europea juzgó si, al utilizar esa prueba en juicio, Finlandia había violado la Convención Europea sobre Derechos Humanos, es el art. 8º de este tratado, el cual protege la vida privada de las personas, prohibiendo la injerencia de la autoridad pública, salvo que esa restricción esté prevista en la ley y, entre otras cosas, sea necesaria para prevenir infracciones penales y proteger la salud, o la moral o los derechos y libertades de otros.

            La Corte puso de manifiesto que

“el respeto del carácter confidencial de las informaciones sobre la salud constituye un principio escencial del sistema jurídico de todas las partes contratantes en la Convención. Es capital no solamente para proteger la vida privada de los enfermos, sino igualmente para preservar su confianza en el cuerpo médico y los servicios de salud en general. A falta de tal protección, las personas que necesitan de cuidados médicos podrían ser disuadidas de proveer las informaciones de carácter personal e íntimo necesarias a la prescripción del tratamiento apropiado, y aún de consultar a un médico, lo que podría poner en peligro su salud”.

            Al resolver, estimó que las autoridades finlandesas estaban autorizadas a citar a los médicos y obtener información de los registros de salud de “Z”, toda vez que dichas pruebas eran susceptibles de jugar un papel determinante para saber si el imputado era responsable sólo de infracciones sexuales, o si, también, lo que es más grave, de tentativa de homicidio. Señaló, en tal sentido, que dichas medidas se fundaron en motivos pertinentes y suficientes, correspondientes a una exigencia imperiosa dictada por las finalidades legítimas perseguidas, y que existía una relación razonable de proporcionalidad entre esas medidas y las finalidades en cuestión, y que por tanto el citado art. 8º de la Convención Europea no había sido violado.

                        7.  En un ámbito que podríamos denominar “existencial”, se presenta un interrogante que me interpeló fuertemente, y es el siguiente: más allá de las previsiones legales ¿es justo, es adecuado, está bien, corresponde, que un médico tenga la obligación de denunciar a su paciente, cuando las circunstancias le indican que éste ha participado en un hecho delictivo?. Como primera impresión, y a fuer de ser sincero, diré que me resulta “chocante” que el médico (cuya misión es curar) sea utilizado como una suerte de policía o, lo cual es peor, como un “informante”. Algo parece oler mal: el Estado no debería adoptar esa modalidad para atrapar a los delincuentes

            Como digo, sensiblemente la situación puede aparecer como injusta. No obstante, consideramos que es necesario superar ese examen superficial de la cuestión, y preguntarse si esa exigencia, que en un principio se nos presentó como demasiado rígida, no encuentra una razón de ser más alta que, para llegar al núcleo del asunto, nos autorice a dejar de lado ese natural sentimiento de antipatía por el procedimiento establecido en la ley. 

            A este respecto, son ilustrativas las consideraciones del Dr. Millán, cuando en “Natividad Frías” afirma

“...la ley argentina no coloca a la mujer embarazada en ningún ‘dilema’ cuando incrimina el aborto. La coloca siempre, casada o soltera, en la alternativa de conservar o perder la vida naciente que lleva en su seno”.

            Y las del Dr. Fernández Alonso, al opinar el mismo plenario acerca de la citada “opción de hierro”

“Igual dilema se le presentó a la mujer entre la vida de su hijo y el ocultamiento de su gravidez, y prefirió sacrificar el feto; después debió elegir entre la vida propia y el proceso, y optó por éste. Creo que en la escala de valores, eligió mal la primera vez y bien la segunda”.

            Lo que debe tenerse en cuenta, según nuestra opinión, es la jerarquía de los bienes jurídicos en juego en cada caso concreto, es decir, sin apelar a la ficción de que el bien contrario a la libertad individual (protegida por el secreto profesional) es la mera y abstracta finalidad estatal de perseguir los delitos, sino, diversamente, el bien que la revelación especificamente se endereza a salvaguardar.

            8. Entiendo que la obligación de denunciar impuesta por el art. 11 de la ley 17.132, el art. 70 del Código de Ética de la Confederación Médica de la República Argentina, y el art. 177, inc. 2º, del Código Procesal Penal, en tanto se dirige a la protección del bien común y, dentro de él, de la salud y vida de terceros, constituye la “justa causa” a la que se refiere el art. 156 del Código Penal. Y, consecuentemente, la revelación por parte del médico de dichas situaciones o estado de su paciente, no sólo no constituye delito, sino que, paralelamente, ni siquiera se refiere a circunstancias que sean materia propia del secreto profesional.

            En efecto, en mi opinión ningún paciente podrá considerarse defraudado por una revelación realizada en tales condiciones, pues aún antes de atenderse debía saber (art. 16 del Código Civil) que el médico al cual acudió no podía dejar de poner de manifiesto a las autoridades las circunstancias y las manifestaciones diagnósticas advertidas en su labor.

            Obsérvese, por el contrario, que si decimos que la comisión de un delito contra la vida o la integridad física por parte de quien le confía al médico el secreto, no importa la justa causa a la que se refiere el art. 156 del C.P., debemos concluir que ningún facultativo puede denunciar tales situaciones. Por ejemplo, no podrá dar cuenta a la policía que un hombre trajo a su consultorio a su hijo con fractura de cráneo y que le manifestó que él le había causado dicha lesión. No podrá denunciar a ningún herido de bala. Ni a ningún intoxicado por la ingesta de bolsitas conteniendo cocaína. No es ésta una enumeración que persiga un efectismo ajeno a la discusión académica. Sólo pretendo saber el motivo que lleva a que, en delitos tales como los enunciados, nadie –o casi nadie- cuestione la denuncia realizada por los médicos; mientras que en el supuesto del aborto el asunto agite tanto las pasiones.

            Es cierto que resulta antipático –como muchos piensan- que se coloque a un herido o a alguien cuya vida corre riesgo, en la disyuntiva de morir o de ir preso. Creemos que la cuestión pasa, más bien, por aquello de que el delincuente está en una opción de hierro: vida o prisión. No es que niegue tal extremo –al menos en muchos de los casos ocurre eso- sino que pienso que habría que meditar un poco más qué es lo que motivó la existencia de esa disyuntiva, y si el Estado está legitimado para valerse de esta herramienta –la obligación de denunciar de los médicos- con el fin de perseguir el crimen. Por otro lado, también creo que las reflexiones deberían concentrarse en desentrañar porqué en algunos casos –como el de la posibilidad de propagación de enfermedades contagiosas- todos consideran que existe una justa causa, y en otros –como la protección de la vida del nasciturus- la justicia de la causa es puesta en duda.

            En rigor de verdad, no es el Estado sino el que comete el delito quien se pone en la mencionada opción de hierro. Antes de cometer el crimen sabe que si resulta lesionado a raíz de ello, el médico que lo atienda tiene la obligación de realizar la denuncia. No hay aquí defraudación de confianza previa alguna, ni la colocación en esa incómoda posición debe ser imputada al Estado o los médicos. Para luchar contra el delito, el Estado puede utilizar distintas herramientas de política criminal, entre las que no aparece como desatinada la exigencia establecida en el art. 177, inc. 2º, del C.P.P. Por eso tampoco concuerdo con las consideraciones hechas en su voto por el Dr. Amallo en el citado plenario “Frías”, cuando expresa que

“El enfermo que busca los auxilios de un médico piensa que lo hace con la seguridad de que sus males no serán dados a conocer, porque el secreto más estricto los ampara ... quien recurre a un médico por una afección autoprovocada, aun delictuosa como el aborto, goza de la seguridad de que su secreto no será hecho público”.

            Creo que las afirmaciones del citado camarista parten, en primer lugar, de una presunción personal respecto de lo que existe en el ánimo del delincuente que necesita ser atendido por un médico y, como tal, no tienen un fundamento objetivo. Con la misma, o aún mayor, razón podríamos afirmar que todos los ladrones y abortantes saben que si concurren a un hospital (al menos a un hospital público) serán denunciados; y lo saben porque es lo que habitualmente ocurre. Pero, en segundo término, tales asertos tampoco pueden ser compartidos, pues se fundan en la idea de que la ley –en este caso la que obliga a los médicos a denunciar, o la que excluye el secreto cuando hay justa causa- no es conocida por todos, en clara oposición a lo establecido en el art. 16 del Código Civil.

            Quizás sea nuevamente Santo Tomás (él y su aplastante actualidad) quien eche un poco de luz acerca de este asunto. En una de las citas hechas más arriba hay una o dos líneas que pueden pasar desapercibidas, pero que –según creo- tienen gran importancia. Dice el Doctor Angélico allí que

“... no es permitido recibir secreto alguno contrario al bien común”.  [29]

            Como cabe advertir, la cuestión así mirada parece dar un giro. Efectivamente, ya no importa establecer –como hasta ahora veníamos meditando- si puede o no revelarse un secreto vinculado con un delito. Lo fundamental –y lo que da sustento a la obligación de revelarlo- es que no es correcto recibir ningún secreto que verse sobre asuntos que vayan contra el bien común, lo que obviamente incluye la materia ilícita (sobre todo la grave, como los atentados contra la vida personal). Si esto es así, quien confía a otro un secreto de contenido delictivo, no puede sentirse defraudado por el hecho de su divulgación.  

            Portela y González comparten este criterio, al sostener que la obligación de denunciar impuesta por las leyes procesales constituye la “justa causa” a la que se refiere el art. 156 del Código Penal. Así, la exigencia de denuncia al médico

“aparece más nítida si se tiene en cuenta que en razón de su profesión, él está comprometido en forma especial en el bien de la vida humana de los que no pueden ayudarse por sí mismos”. [30]

            Molinario, por su parte, da un argumento interesante en favor de la consideración de la obligación de denunciar como la “justa causa” de la que habla el art. 156 del Cód. Penal. Dice que sostener que hay secreto profesional en todos los casos en que un médico llegue al conocimiento de un delito en el ejercicio de su profesión, importaría tener por no escritos los arts. 165 y 166 de la ley de forma –se refiere al Código de Procedimientos en Materia Penal-. En efecto ¿qué sentido tendría obligar a los médicos a denunciar “los atentados contra la vida y la integridad física que conozcan al prestar los auxilios de su profesión” –como actualmente lo hace el art. 177, inc. 2º, del C.P.P.- si siempre tal conocimiento se reputará obtenido bajo el secreto profesional?.

            Consecuentemente, entender –como lo postula la doctrina dominante- que la obligación de denunciar impuesta a los médicos no constituye justa causa para revelar un secreto, determinaría la absoluta inaplicabilidad del art. 177, inc. 2º, del Código Procesal Penal, pues todos los delitos contra la vida y la integridad física conocidos por los médicos estarían incluidos en la noción de secreto profesional, de modo que, por imperio de lo establecido en el art. 156 del Código Penal –y ya que aquella norma no se considera justa causa- si el médico diera noticia a la autoridad, cometería delito.

            No niego que la legislación pueda tener lagunas o contradicciones, ni que la ley penal prime sobre la procesal. Pero entiendo que siempre debe propiciarse una interpretación que reduzca al mínimo las contradicciones del ordenamiento jurídico. Ciertamente, postular una hermenéutica que, de hecho, dejaría sin efecto una norma de tanta trascendencia como la obligación de denuncia impuesta a los médicos, no atiende al criterio de interpretación del que hablamos.

            Por el contrario, si como yo –y la menor parte de la doctrina- pensamos, la obligación establecida en el art. 177, inc. 2º, del Código Procesal Penal importa la justa causa de la que se habla en el art. 156 del Código Penal, las consecuencias no tienen el carácter negativo que le atribuimos a la interpretación que enfrentamos. En efecto, considerar las cosas desde la perspectiva que postulamos deja incólume el tipo del art. 156 del Código Penal. Obsérvese que, en principio, dicha figura seguiría siendo aplicable a cualquier violación de secretos –aún las cometidas por los médicos- perpetrada sin justa causa.

            9. En el Nº 5 de este considerando enumeré diversas consideraciones jurisprudenciales y doctrinarias con las cuales, a la luz de lo dicho, es evidente que no estoy de acuerdo. Siguiendo la tradición de la “disputatio” medieval, y más específicamente el método utilizado por Santo Tomás en la Suma Teológica, trataré de responder esas objeciones en el mismo orden en que fueron expuestas.

            a) Al Dr. Lejarza le diré que su consideración no me parece exacta. Efectivamente, la ley procesal no exige al médico revelar todos los secretos, sino sólo aquéllos que tengan vinculación con atentados contra la vida o la integridad física de las personas. Esta restricción deja sin sustento la afirmación, pues se advierte que no es cierto que todos los secretos sean revelables, sino unos pocos de ellos. Al Dr. Pena le diría lo que el mismo Tomás de Aquino le contestaría: el que revela un secreto contrario al bien común no puede exigir que la confidencia sea guardada.

            b)         Comparto el razonamiento de los profesores Tozzini y Núñez acerca del orden jerárquico que establece la Constitución entre las normas sustanciales y las formales. Sin embargo, pienso que la conclusión a la que arriban parte del equívoco de interpretar que la obligación de denunciar, impuesta por el código adjetivo a los médicos, supone un intento derogatorio del art. 156 del Código Penal. Por el contrario, me parece que la ley procesal no pretende abrogar la ley de fondo, sino que, en este caso, constituye la “justa causa” a la que se refiere en su parte final el citado art. 156, que no es otra cosa que un elemento normativo del tipo, sin cuya concreta verificación, el tipo objetivo no puede tenerse por cumplido.

            c)         Al Dr. Creus puedo responderle con las palabras de la Corte Suprema de Santa Fe, en el citado caso “M.I.”: en general, el bien jurídico que la revelación del secreto pretende resguardar es la vida humana que, como es evidente, tiene mayor entidad que el interés en preservar una confidencia o, aun si se quiere, que la misma libertad individual. Acerca de la supuesta desaparición del bien jurídico “vida” en el caso de la consumación del delito de aborto, creo que su criterio es discutible. En efecto, para proteger la vida individual de los hombres, el derecho lanza una “prohibición general” de matar injustamente a otro. Dicha prohibición se corporiza en el llamado “bien jurídico vida”, que es algo distinto a la vida concreta de los individuos. El “bien jurídico” no puede morir, sino que, a lo sumo, puede dejar de ser protegido por el derecho. Si la muerte de la víctima hiciese desaparecer –como sostiene Creus- el bien jurídico vida, la persecución penal del asesino no sería posible. En ese sentido, es cierto que el derecho penal siempre llega tarde, por esa peculiar costumbre de morirse que tienen las víctimas del delito de  homicidio.

                        Por otro lado, si lo inmediatamente protegido por el derecho es el bien jurídico vida, y sólo mediatamente la vida individual y concreta de Fulano, no se advierte cuál es el motivo para justificar la diferencia de criterio, sea que la víctima haya muerto o no. Seguir tal idea sentaría un peligroso precedente, pues a sabiendas de dicha circunstancia, puede que el que intentó un aborto o un asesinato se decida a consumarlo, para así concurrir tranquilo al médico. No sea cosa que la víctima no esté muerta, y que entonces el doctor esté autorizado a revelar el secreto y, consecuentemente, obligado a denunciarlo. Según esta particular concepción, el derecho pareciera decir a los asesinos: “si te decidiste a matar a alguien, cerciorate que esté bien muerto”, lo cual no es muy edificante.

            d)         Si el médico no puede denunciar en los casos de secreto profesional, como sostiene Clariá Olmedo, la obligación prevista en el art. 177, inc. 2º, del C.P.P. carece absolutamente de objeto. Suponer eso sería suponer la inconsecuencia del legislador, cosa que –según la Corte- aun cuando se piense, no es elegante publicar. Prefiero, como dije más arriba, una interpretación que armonice la ley sustantiva y los preceptos formales.

            e)         Si bien la cita que hace Soler de Carrara es textual y tiene directa vinculación con el tema, creo que el pisano se estaba refiriendo a otro aspecto del asunto. Por lo menos, así parece seguirse del párrafo que precede al transcripto, que dice

“Toda la estructura de ese edicto tiende al fin de prevenir los peligros de la publicidad, para que los temores de ésta no obliguen a las jóvenes a dar a luz ocultamente y a darle muerte a la criatura. Más cordura y mejor corazón ...”. 

            Supongo que la opinión de Carrara no era tan adversa a la obligación de denunciar impuesta a los médicos –al menos, no tan adversa como nos sugiere Soler- porque sino poco sentido tendría el siguiente pasaje, ubicado un poco más adelante que el anterior

“Los cirujanos tienen la obligación de denunciar las heridas o lesiones a cuyo examen hayan sido llamados, aunque el cliente mismo les recomiende el secreto, por haber sido resultado de un duelo, por ejemplo; el interés público de que la justicia conozca las acciones criminosas ha hecho que esto se admita generalmente; pero en cuanto a las circunstancias de la imputación, creo que no hay ese deber; por esto, si el herido le cuenta al cirujano que Pedro lo hirió al sorprenderlo en el lecho conyugal o robando en su casa, el cirujano no tiene ninguna obligación de denunciar el delito confesado por su cliente”. [31]

                        10. Muchos entienden que la obligación impuesta a los médicos de denunciar importa la violación del art. 18 de la C.N., en cuanto otorga al imputado en causa criminal la garantía de no declarar contra sí mismo. Me da la impresión que este argumento es débil. En efecto, si bien es cierto que, en general, el que concurre en las condiciones apuntadas a pedir el auxilio de un médico lo hace en una situación de necesidad, mantener la postura reseñada al principio impediría, por ejemplo, que los testigos depusieran acerca de revelaciones o hechos atrapados por sus sentidos, respecto de imputados que estuviesen en las mismas condiciones de invalidez o necesidad que los que son asistidos por un médico.

            El voto del Dr. Millán en el aludido plenario “Frías” concluye

“nadie condena a la cárcel o al suicidio a la abortante, porque todo es cuestión de que no revele, ella, su asentimiento a las maniobras abortivas o individualice al que se las produjo. Y con eso se acaba la espinosa cuestión. Ni ante el profesional del arte de curar, ni ante el juez, ni ante nadie, está obligada a declarar contra sí misma. Pero si lo hace, deberá atenerse a las consecuencias de cualquier confesión judicial o extrajudicial”.

            En ese sentido, la Corte Suprema de Justicia de la Nación ha entendido que

“constituye una interpretación irrazonable de la garantía contra la autoincriminación (C.N. 18) entenderla de modo que conduzca inevitablemente a calificar de ilegítimas las pruebas incriminatorias obtenidas del organismo del imputado en todos los casos en que el individuo que delinque requiera asistencia médica en un hospital público ... No se ha vulnerado esa garantía cuando, como en el caso, la autoridad pública no requirió de la imputada una activa cooperación en el aporte de pruebas incriminatorias ... sin que exista las más mínima presunción de que haya existido engaño ni mucho menos coacción que viciara su voluntad ... Tampoco ha existido en tales circunstancias una intromisión del Estado en el ámbito de privacidad de la acusada, dado que ha sido su propia conducta discrecional la que permitió dar a conocer a la autoridad pública los hechos que dieron origen a la presente causa ... El riesgo tomado a cargo por el individuo que delinque y que decide concurrir a un hospital público en procura de asistencia médica, incluye el de que la autoridad pública tome conocimiento del delito cuando, en casos como el de autos, las evidencias son de índole material. En ese sentido, cabe recordar que desde antiguo esta Corte ha seguido el principio de que lo prohibido por la Ley Fundamental es compeler física o moralmente a una persona con el fin de obtener comunicaciones o expresiones que debieran provenir de su libre voluntad, pero no incluye los casos en que la evidencia es de índole material y producto de la libre voluntad del procesado (Fallos 255:18) ... Al tratarse de delitos de acción pública debe instruirse sumario en todos los casos, no hallándose prevista excepción alguna al deber de denunciar del funcionario, dado que la excepción a la mencionada obligación –prevista en el art. 167 del C.P.M.P.- no es extensiva a la autoridad o empleados públicos.” [32]

            Dice Tozzini:

“El presentarse ante el médico con la evidencia orgánica de un delito en el cual se ha participado no reúne los requisitos de una ‘declaración’ en contra de sí mismo, aunque esté arriesgando los otros derechos. El argumento constitucional resulta, a mi juicio, una aplicación extensiva, por analógica, del término ‘declarar’, más allá de una estricta interpretación como actuación personal –técnica e intelectual- tendiente a lograr una manifestación contra el propio ‘declarante’. Esto abre una compuerta que será difícil de cerrar ante otras situaciones analógicas improcedentes”.  [33]

            Me parece que el caso del secreto médico es diferente al del secreto exigido al abogado o al sacerdote. En estos dos supuestos, la existencia del deber de guardar el secreto hace a la esencia de la función. Así, nadie se confesaría si los curas salieran a publicar a los cuatro vientos nuestro pecados. Y en el caso de los abogados, además, la obligación legal de denunciar no puede ser exigible, por imperio de lo establecido en el art. 18 C.N., en cuanto reputa inviolable la defensa en juicio de la persona y de los derechos. No tiene razonabilidad alguna que constitucionalmente se proteja la defensa, mientras que por intermedio de una ley se obligue a los letrados -a la sazón a cargo de dicha defensa- a formular denuncia contra sus clientes.

            En el supuesto de los médicos tal colisión no se verifica. O al menos no se verifica con la intensidad ni los alcances legales que en el caso de los abogados y de los sacerdotes. Ocurre que no sólo el arte de curar puede de hecho ser ejercido a pesar de la restringida obligación de denunciar que la ley procesal impone a los médicos, sino que respecto de esta profesión no existe el impedimento constitucional indicado en el aludido supuesto de los letrados.

            11. Si uno analiza la jurisprudencia relacionada con el secreto médico, advertirá que la mayoría de los fallos se vinculan con el delito de aborto. Esta circunstancia revela una particular inclinación de los tribunales, y de buena parte de la doctrina, a considerar aplicable a estos casos las exigencias procesales y sustanciales relativas a la guarda del sigilo profesional, pero no hacerlo –ni en la teoría ni en la práctica- al resto de los hechos delictivos[34]. No se dirá que en éstos las denuncias jamás provienen de los médicos, pues la experiencia judicial indica que numerosos hechos de sangre son conocidos a raíz de la noticia brindada por tales profesionales.

            Esta tendencia parece no tener otro origen –en mi opinión- que el intento de lograr, en la práctica, la abrogación del delito de aborto con consentimiento de la mujer. Contra esta postura, considero que justamente en esta clase de hechos, en los cuales –como dije más arriba- la víctima se encuentra absolutamente indefensa, el Estado puede y debe extremar los medios para evitar la impunidad de los delincuentes. Si se trata de proteger la vida humana, estimo que no se deben hacer diferencias. Y si se hace alguna, debe ser en a favor los más débiles, y no al revés. Si se pretende respetar el secreto médico, pues, sería mejor hacerlo en los casos en los cuales las víctimas del delito tienen la posibilidad de seguir persiguiendo al delincuente. Si se pretende respetar el secreto médico, impidamos que los facultativos denuncien a los autores de robos con armas, atentados terroristas, violaciones, homicidios y otras yerbas. En tales hechos hasta podría prescindirse de esta herramienta de política criminal, pues el Estado y los damnificados cuentan con mayores medios para perseguir el crimen, lo que no ocurre en el caso del delito de aborto, a cuya víctima ni se la ve ni se la oye.

            La razón de justicia que inspira esta conclusión es evidente: defender al débil; proteger al indefenso. Si el Estado no pone los medios eficaces para hacerlo, la cosa no marcha, y la defensa constituye una mera declaración de buenas intenciones. Estoy de acuerdo con los motivos que se alegan para fundar el secreto médico: el derecho a la vida y a la salud; y también el deber de fidelidad y la libertad personal. En el caso del aborto discrepo en una sola cosa: a cuál de los titulares de tales derechos debe privilegiarse. Mis contrincantes piensan que es a la mujer sospechosa de haber cometido el delito. Yo pienso que es la víctima del delito, el niño por nacer. Él tiene derecho a exigir a la mujer fidelidad a su condición de madre. Él tiene derecho a exigir que ella respete su libertad personal. El tiene derecho a que se preserve su salud. Y, fundamentalmente, tiene derecho a vivir. Para hacer efectiva la defensa de tales derechos –que al nasciturus le son reconocidos por imperativo constitucional- el Estado tiene la facultad y el deber de proponer la medidas necesarias, siempre y cuando sean razonables. Una de esas medidas es obligar a los médicos –a todos los médicos, y no sólo los de hospitales públicos- que denuncien a las pacientes que atiendan por aparentes abortos dolosos.

            ¿Que eso violenta la relación de confianza que debe haber entre el paciente y el médico?. La violentaría si no existiese una causa justa para revelar el secreto. La paciente no puede exigir al facultativo que guarde el secreto cuando dicho secreto importa el perjuicio de un tercero o de la sociedad. Ella no puede alegar la violación de un deber de fidelidad que, desde el vamos, sabía –o debía saber- que no existe. ¿Qué así nadie se atenderá y preferirá la muerte?. El Estado no puede hacerse cargo de las decisiones de los particulares. Y nadie puede alegar en su defensa su propia torpeza, y menos aún su previa actividad dolosa.

            VII. La calificación legal

                        La imputada es autora o instigadora del delito de aborto con consentimiento de la mujer (arts. 45 y 88 del Código Penal).

                        Sea como fuere, mediante las pruebas reunidas durante la instrucción, se estableció que el aborto realizado no fue espontáneo ni natural, sino provocado. Si esto fue así, y si W. no dijo que nadie la haya obligado o forzado a llevar adelante tal acción, debe colegirse necesariamente que, o ella misma mató al niño que llevaba en su seno, o le indicó a otro que lo hiciera.

                        VIII. La libertad y el embargo

                        La pena con la que el aborto está sancionado –a mi juicio notoriamente desigual respecto del homicidio [35]- permite que la imputada siga en libertad durante el curso del proceso  (arts. 316 y 317, inc. 1º, del C.P.P.), puesto que, además, no se dan en el caso los extremos impeditivos del art. 319 del mismo código.                      

                        Para fijar el monto del embargo, no voy a tener en cuenta la eventual indemnización por daños y perjuicios, porque nadie aparece hasta aquí como interesado en promover la acción (el niño está muerto y su madre es la autora del delito). Sí consideraré el monto de la tasa de justicia y la previsión por el pago de honorarios del abogado interviniente, cuyo mínimo legal es de $ 1.000.

                        Por todo lo expuesto, de conformidad con las normas citadas, corresponde y así

                        RESUELVO:

                        DICTAR AUTO DE PROCESAMIENTO sin prisión preventiva, respecto de M.F.W., por considerarla autora o instigadora del delito de aborto con consentimiento de la mujer, mandando trabar embargo sobre sus bienes hasta cubrir la suma de cinco mil pesos (arts. 45 y 88 del Código Penal; 306, 310 y 518 del Código Procesal Penal).

                        Notifíquese, tómese razón y cúmplase.

                                                                        JAVIER ANZOÁTEGUI

                                                                          juez de instrucción



[1] En contra, C.S.J.N., causa Nº Z.17-XXXI- “Zambrana Daza, N.B.”, resuelta el 12-8-97.

[2] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, cuestión LXX, art. I, ad 2ª.

[3] C.C.C. en pleno, c. “Frías, Natividad”, resuelta el 26 de agosto de 1966 (en particular el voto del Dr. Amallo).

[4] Núñez, Ricardo C.; “Derecho Penal Argentino”; Tº V,  págs. 116/117; Bibliográfica  Omega, Buenos Aires, 1976.

[5] Molinario, Alfredo J.; “Derecho Penal”, pág. 393; La Plata, 1943.

[6] Creus, Carlos; “La protección penal y procesal del secreto profesional”; pág. 9; Editorial de la Mesopotamia, Santa Fe, 1971.

[7] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, cuestión LXX, art. I, ad 2ª.

[8] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, cuestión LXVIII, art. I, ad 3ª.

[9] Suma Teológica, Tº XI, pág. 241; Ed. Club de Lectores, Buenos Aires, 1987.

[10] Núñez, Ricardo C.; “Derecho Penal Argentino”; Tº V,  págs. 127/129; Bibliográfica  Omega, Buenos Aires, 1976.

[11] Molinario, Alfredo J.; “El secreto profesional y la obligación de denunciar delitos”, en “Revista de psiquiatría y criminología”, pág. 243; Nº 48, Buenos Aires, julio-agosto de 1944. 

[12] Portela, Jorge G. y González, Nemesio; “Sobre si son válidos los procedimientos judiciales seguidos contra la mujer abortante en los casos previstos en el art. 88 del Código Penal”; publicado en “El Derecho”, Tº 129, págs. 392, 393 y 395.

[13] López Bolado, Jorge; “Los médicos y el Código Penal”, pág. 202; Editorial Universidad; Buenos Aires; 1987.

[14] Gómez, Eusebio; “Tratado de derecho penal”, Tº III, pág. 447; Compañía Argentina de Editores; Buenos Aires, 1940.

[15] Gerome, Eduardo Raúl; “El secreto profesional y la obligación de denunciar”; El Derecho, Tº 102, pág. 891.

[16] López Bolado, Jorge; op. cit., pág. 203.

[17] Tozzini, Carlos A.; “Violación del secreto profesional médico en el aborto”; en “Doctrina Penal”, Nº 17, año 1982, págs. 156/157.

[18] Tozzini, Carlos A.; op. cit.,  pág. 159.

[19] Núñez, Ricardo C.; op. cit., pág. 132.

[20] Creus, Carlos; “La protección penal y procesal del secreto profesional”; pág. 45/46; Editorial de la Mesopotamia, Santa Fe, 1971.

[21] Clariá Olmedo, Jorge A.; “Derecho Procesal Penal”, Tº II, págs. 541/542; Marcos Lerner Editora Córdoba, Córdoba, 1984.

[22] Soler, Sebastián; “Derecho Penal Argentino”; Tº IV,  pág. 144; Tipográfica Editora Argentina; Buenos Aires, 1951.

[23] Carrara, Francesco; “Programa de Derecho Criminal”, parte especial, Tº II, pág. 446; nota Nº 1 al parágrafo Nº 1640; Editorial Themis, Bogotá, 1958.

[24] Núñez, Ricardo C.;  op. cit.; pág. 164.

[25] Corte Suprema de Justicia de Santa Fe, causa Nº 11.050 “M.I.”, resuelta el 12 de agosto de 1998; fallo publicado en Jurisprudencia Penal de Buenos Aires, Tº 103, págs. 252 y ss.

[26] Tribunal Superior del Neuquén, causa Nº 41.003, “M.M.E. y otra”, resuelta el 14-4-88; publicado en “El Derecho”, Tº 129, págs. 388/417.

[27] C.S.J.N., causa Nº Z.17-XXXI- “Zambrana Daza, N.B.”, resuelta el 12-8-97.

[28] C.E.D.H.-Recueil 1997-I; caso Nº 9/1996/627/811; sentencia del 25 de enero de 1997.

[29] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, cuestión LXVIII, art. I, ad 3ª.

[30] Portela, Jorge G. y González, Nemesio; “Sobre si son válidos los procedimientos judiciales seguidos contra la mujer abortante en los casos previstos en el art. 88 del Código Penal”; publicado en “El Derecho”, Tº 129, págs. 392, 393 y 395.

[31] Carrara, Francesco; op. cit.; pág. 459; parágrafo Nº 1646.

[32] C.S.J.N., causa Nº Z.17-XXXI- “Zambrana Daza, N.B.”, resuelta el 12-8-97.

[33] Tozzini, Carlos A.; op. cit,  pág. 158.

[34] Acerca de este punto, es ilustrativo, valiente y lúcido el artículo de Héctor Hernández: “Superación de ‘Natividad Frías’: luces y sombras de un discutido fallo”, publicado en El Derecho, Tº 186, pág. 1321. 

[35] El homicidio doloso consiste en dar muerte injustamente a una persona después del nacimiento, y está castigado con penas que llegan hasta la reclusión perpetua, y el aborto doloso supone dar muerte injustamente a una persona antes del nacimiento, y la pena máxima prevista para el consentido por la madre es de cuatro años de prisión. Nadie sabe bien porqué es esto. O si lo sabe, nadie lo dice. Sobre todo cuando esta norma penal no sólo va de contramano con el sentido común y la moral universal, sino también con los preceptos de la Constitución Nacional (también ley humana positiva, pero de rango superior) y del Código Civil. En efecto, el artículo 70 del Código Civil reconoce que las personas físicas comienzan a existir desde la concepción en el seno materno. El art. 75 de la Constitución Nacional, entre las atribuciones conferidas al Congreso, establece la de “dictar un régimen de seguridad social especial e integral en protección del niño en situación de desamparo, desde el embarazo hasta la finalización del período de enseñanza elemental” (inc. 23). Y mediante el inciso 22 de ese mismo artículo se dio rango constitucional, entre otras, a  la  Convención  sobre  los Derechos del Niño -ley 23.949- y a la Convención Americana sobre Derechos Humanos -ley 23.054-. En su artículo 1° aquélla dice que ... se entiende por niño todo ser humano menor de dieciocho años ...”. Al firmar el tratado nuestro país declaró respecto de este artículo que debía entenderse por niño “... todo ser humano desde el momento de su concepción y hasta los dieciocho años de edad...”. Asimismo, el artículo 6°, inc. 1°, de esta convención establece que “... los estados parte reconocen que todo niño tiene el derecho intrínseco a la vida”.  El llamado “Pacto de San José de Costa Rica” dispone en su artículo 4º, inciso 1º,: “... Toda persona tiene derecho a que se respete su vida. Este derecho estará protegido por la ley y, en general, a partir del momento de la concepción.... De tal modo, si para nuestro derecho la persona humana es una y la misma desde que es concebida hasta que muere, no se entiende el motivo por el cual la protección jurídica –y particularmente penal- que se brinda a la vida humana es notablemente diferente en el caso de nacidos y de no nacidos. Quizás sea porque es chiquito y no se lo ve al momento de matarlo. Chi lo sá.