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POR LA DIGNIDAD DE LA VIDA HUMANA Y LA JUSTICIA

México, D.F., 6 de junio de 2007

Comunicado

El fundamento de toda ley justa es la dignidad inalienable de la persona humana. La Iglesia católica, tanto por motivos que proceden de la verdad del hombre revelada en Jesucristo, como por argumentos que es posible descubrir con el uso de la razón natural, ha afirmado siempre el altísimo valor de cada ser humano, sin importar sexo, ocupación, raza, preferencia política, situación económica, coherencia moral o edad.

La dignidad es un valor, es decir, es un dato reconocible por la razón que reclama como gesto adecuado una conducta de respeto y no de uso ya que la persona exige ser tratada como fin y no como medio. Gracias a esta perspectiva, es posible apreciar que existen un conjunto de bienes fundamentales que no pueden ser jamás sacrificados, comerciados o lastimados en modo alguno: “la exigencia moral originaria de amar y respetar a la persona como un fin y nunca como un simple medio, implica también, intrínsecamente, el respeto de algunos bienes fundamentales, sin el cual se caería en el relativismo y en el arbitrio” (Juan Pablo II, Veritatis splendor, 48).

Dentro de todos los bienes fundamentales para el ser humano destaca la vida por ser el más fundante y sin el cual no se pueden gozar los demás. Cuando los cristianos afirmamos el carácter sagrado de la vida humana nos referimos precisamente a esto: la vida humana no es simplemente un fenómeno bioquímico sino una perfección espiritual abierta y disponible a un destino trascendente. Esto coloca la base para eventualmente advertir que la vida humana, por su peculiar naturaleza, no procede de la pura materia sino que exige ser creada directamente por Dios.

Ahora bien, esto no significa que la obligación de respetar la vida humana brote de una determinada concepción religiosa o filosófica. Al contrario, lo que significa es que el deber de respetar la vida humana brota de la estructura constitutiva que tiene cualquier ser que sea “alguien” y no meramente “algo”. La vida humana no posee valor por el consenso social, por la cultura, por la decisión mayoritaria en un Asamblea legislativa o por la opinión de algún gobernante. La vida humana posee valor de suyo. Nadie ni nada puede derogar este valor y los derechos que derivan de él.

El embrión humano, desde la fecundación goza de las características orgánicas que lo permiten reconocer como persona, es decir, como auténtico sujeto de derechos. Por ello, es que la vida humana naciente debe ser protegida desde la fecundación por todo Estado que pretenda ser auténtico “Estado de Derecho”. El Estado de Derecho es la comunidad política en la que impera la justicia a través de la ley. Una pretendida norma positiva que no se base en la justicia pierde su razón de ley, y con ello, su obligatoriedad.

Por estos motivos, la Iglesia católica en México se congratula por los esfuerzos institucionales que desde diversas instancias hoy se emprenden para que la Suprema Corte de Justicia revise con gran cuidado y atención la reciente ley que despenaliza el aborto en la Ciudad de México antes de las 12 semanas de gestación.

Las razones de la inconstitucionalidad de esta reciente legislación en la Capital de la República son variadas. Deseamos sinceramente que quienes están llamados a examinarlas y a evaluarlas lo realicen de un modo imparcial, movidos estrictamente por un alto sentido del Derecho en el que se cuide con gran escrúpulo tanto la coherencia formal entre las normas de igual y distinto nivel como la justicia, que es un principio fundamental que reconoce lo que se debe al ser humano por razón de su dignidad.

El Papa Benedicto XVI, consciente de escenarios como el que hoy vivimos en nuestro país, ha dicho hace poco: “el cristiano está continuamente llamado a movilizarse para afrontar los múltiples ataques a que está expuesto el derecho a la vida. Sabe que en eso puede contar con motivaciones que tienen raíces profundas en la ley natural y que por consiguiente pueden ser compartidas por todas las personas de recta conciencia” (Mensaje a la Academia Pontificia Pro vita, 24 de febrero 2007).

La desaparición de la pena de muerte en nuestro país, y la prohibición expresa de la discriminación por cualquier motivo que lastime la dignidad humana y tenga por objeto anular o menoscabar los derechos de las personas, expresan una creciente conciencia sobre el valor que todo ser humano posee sin excepción. Los autoritarismos más lamentables de la historia han aparecido cuando desde el poder se establecen leyes perniciosas que privilegian a algunos y excluyen a otros. México no merece ingresar a un itinerario cultural y político de esta naturaleza. Al contrario, México es una nación que exige igualdad de oportunidades para todos, especialmente, para aquellos que por cualquier motivo son más débiles y vulnerables, como son los seres humanos que aún no han nacido pero que ya son auténticos sujetos titulares de derechos.

Los obispos mexicanos hemos señalado en nuestro Magisterio: “un auténtico Estado de Derecho no puede ser indiferente o neutral cuando los valores fundamentales de la persona, la familia y la cultura son cuestionados en la vida pública. Si bien es cierto que un elemento esencial de una sociedad libre y plural es la tolerancia, también es cierto que la tolerancia que acepta acríticamente cualquier cosa se vuelve en contra de ella misma. Por lo tanto, es preciso respetar los fundamentos inviolables que permiten que una sociedad plural no se derrumbe. Estos fundamentos no son otros que los derechos y deberes que brotan de la inalienable dignidad humana y que no deben ser aplicados o reconocidos selectivamente, sino que siempre y en todo momento han de ser respetados y promovidos” (Conferencia del Episcopado Mexicano, Del encuentro con Jesucristo a la solidaridad con todos, n.n. 275-276).

Por los obispos de México,

+ Carlos Aguiar Retes, Obispo de Texcoco, Presidente de la CEM

+ José Leopoldo González González, Obispo Auxiliar de Guadalajara, Secretario General de la CEM