Sentido
humanista y sentido religioso de la vida humana desde la
concepción
El tema del
aborto se ha hecho acuciante, sobre todo a través de los medios de comunicación,
en estos últimos tiempos en nuestra sociedad argentina. Más concretamente, con
espanto por los hechos perpetrados, han tomado importante arraigo en las mentes
y corazones de mucha gente los recientes casos de embarazo por causas de
violación. Uno que nos conmovió a todos es el del abuso de una joven con
capacidades diferentes -o portadora de discapacidad- (con lo cual el acto de
violencia –siempre malo- se hace especialmente despreciable, dado, claro está,
que quien lo haya perpetrado sea psíquica y jurídicamente imputable). Pero toda
violación, como sea, es siempre aberrante, execrable, indigna de un varón –e
indigna de la mujer que involuntariamente la sufre-. Otra cosa, hay que
decirlo, es el eventual fruto (un nuevo y distinto ser humano) de esa execrable
acción. Lo ocurrido a estas personas sufrientes que requieren de toda nuestra
empatía y compasión, relanzó con fuerza, por decirlo así, en cierta opinión
pública la cuestión del aborto, no ya con relación a una violación, sino en
general, y en especial con vistas a su posible despenalización.
No es mi
intención entrar en inútiles y desgastantes polémicas. Pero en uso de la
legítima libertad de opinión de la que gozamos por las libertades democráticas
vigentes, y en ejercicio de la misión pastoral para con los fieles católicos que
me han sido encomendados, me parece importante apuntar algunas consideraciones,
incluso algunas de la ciencia biomédica. Y otras del derecho y de la moral.
El drama del
aborto tiene horizontes más amplios, algunos de los cuales prácticamente
inconsiderados, y que merecen que los tengamos en nuestro conocimiento, para
formarnos al respecto una conciencia recta. La cuestión del aborto es un tema
humano (un drama humano, lo llamó Juan Pablo II), al cual «también» considera la
religión, pues «nada de lo humano le es ajeno». La valoración negativa del
aborto procurado puede hacerse desde el cristianismo, desde otras religiones, o
desde una conciencia no-creyente pero con bases humanistas y humanitarias.
Ciertamente la fe cristiana nos da una luz especial para ver lo esencial de la
defensa de la vida.
Primero
quisiera hacer una aclaración. En el orden de la relación «religión-sociedad»,
creo que una primera dicotomía que hemos de identificar consiste en pensar que
la defensa del embrión, del feto, de la vida del «nascituro» (es decir, la
creatura por nacer), es un problema «religioso» y más específicamente
«católico», no válido, por ende, para la generalidad de la sociedad. Se trata así
de descalificar a lo que se considera «una opinión religiosa, sin fundamento
racional, o al menos sin fundamento para la sociedad en general». Sin dejar de
lado que la conciencia religiosa (y no sólo católica, sino también de otras
denominaciones o iglesias cristianas, y lo mismo dígase del ámbito del judaísmo,
del Islam, sin olvidar al budismo o a otras religiones) es opuesta al aborto,
verdad sea dicha que el tema mencionado no queda acantonado «a lo religioso»
(sobre todo a un concepto de la religión, como quiere hacerlo cierto sector de
la sociedad actual, arrinconada a su vez, a la mera esfera privada de los actos
humanos). El tema que nos ocupa es profundamente humano, antropológico, podemos
decir.
Vaya a dicho
a modo análogo o de ejemplo, los diez mandamientos (propios del Judaísmo y del
Cristianismo) prohíben robar y asesinar («No codiciarás los bienes ajenos»; «No
matarás») y a nadie se le ocurriría pensar o decir que el tema del robo o del
asesinato está en el ámbito sólo de lo religioso, y por eso, que sean solamente
los creyentes quienes no deben matar o robar, siéndoles lícito a todos los demás
el hacerlo. Y el primero de los mandamientos: «Amarás al Señor tu Dios, sobre
todas las cosas, y al prójimo como a ti mismo», tampoco significa que el amor
humano sea una cuestión solamente «religiosa». Lo traigo a colación sólo para
ver como, el hecho de que lo religioso considere algo dentro de su ámbito, el
que lo ilumine, ello no lo hace de por sí existente «solamente» dentro de dicho
ámbito, con exclusión de lo humano, en sus vertientes personal, social, moral,
jurídica.
Otra
dicotomía consiste en pensar que quienes defienden la vida desde el instante de
la concepción, después no se ocupan de lo que ocurre con los niños nacidos, de
«los chicos de la calle» o de los que sufren necesidad. La defensa de la vida de
la «creatura por nacer» requiere, en conciencia, también promover la protección
del niño después de su nacimiento, así como la vida y prosperidad de su madre y
de su padre, esto es, la protección de la familia, su sustento, su prosperidad,
su educación, su felicidad. La protección social de la familia, que es la
expresión primera y coherente de la inclinación social del ser humano, será un
bien fundamental a tutelar.
La defensa
de la vida incluye el bien integral del ser humano, y en esto debemos unirnos,
creyentes y no creyentes. Es la razón por la cual el Papa invita a gobernantes y
legisladores a ayudar al bien de la familia, pues ésta es «escuela de
humanización del ser humano»: «Invito, pues, a los gobernantes y legisladores a
reflexionar sobre el bien evidente que los hogares en paz y en armonía aseguran
al hombre, a la familia, centro neurálgico de la sociedad (…) El objeto de las
leyes es el bien integral del hombre, la respuesta a sus necesidades y
aspiraciones. Esto es una ayuda notable a la sociedad, de la cual no se puede
privar y para los pueblos es una salvaguarda y una purificación. Además, la
familia es una escuela de humanización del hombre, para que crezca hasta hacerse
verdaderamente hombre (1). Por otra parte, ocioso sería decir cuánto se ocupa en
especial la Iglesia de los más enfermos, de los desvalidos, de los más
necesitados, de los niños de la calle y de las familias. Pero eso constituye
otro tema.
Esto dicho,
es manifiesta nuestra «declaración de intención»: el único deseo que nos mueve
en esta defensa de la vida es «ese Amor que mueve el Universo y la humanidad»,
el Amor de Dios Creador y Redentor. Así lo dice el comunicado de la comisión
permanente de la Conferencia Episcopal
Argentina, que hemos leído en las misas de este fin de semana:
«Créannos: sólo nos mueve el profundo amor de Dios por todos nosotros. Sólo nos
mueve el deseo de valorar cada una de las vidas que se engendran y que ya son un
ser constituido en el vientre de la madre»(2).
Ahora bien,
como la consideración de la vida puede empezar por lo biológico, me gustaría
atraer la atención hacia un tema del que últimamente se ha escuchado hablar muy
poco. En efecto, las ciencias biomédicas han hecho avances impresionantes en las
últimas décadas. Hasta el ultrasonido tiene su palabra muy importante para decir
sobre la vida del feto. Ni que hablar de las investigaciones sobre el ADN.
Porque, de la existencia de un «nuevo ser», que es humano, que es autónomo en su
ser del cuerpo de su madre, que tiene su propio ADN, y que por consiguiente es
un ser humano individual, no se han hecho eco en tan gran medida los medios de
comunicación. Y son conclusiones de la ciencia.
I. Las
conclusiones de las ciencias biomédicas
A fin de
profundizar en el tema de los fundamentos científicos de la defensa de la vida,
hay que bucear más en la ciencia biológica y médica, con sus actuales adelantos
y conclusiones sobre el «estatuto biológico» del embrión, y sobre la
«programación» real, fáctica e irrepetible de todas las potencialidades que
caracterizarán al nacido. Todos, aunque no seamos especialistas, tenemos la
obligación de informarnos. En efecto, con los actuales conocimientos genéticos,
es indudable que cada ser «es lo que es» desde el momento de la fecundación, no
es una mera simiente, una «pura potencialidad». Veamos por qué.
Sabido es
que de la unión de gametos humanos se crea «un nuevo ser de la especie humana».
Esto es así desde el principio, desde el comienzo puesto que queda determinado
su patrimonio genético que es «humano» específicamente –y no de un vago modo genérico-Ese nuevo
ser «no es una parte del cuerpo de la madre» pese a que en determinada fase de
su vida necesite el ambiente del vientre materno para subsistir. La prueba que
no es una mera parte del cuerpo de la madre consiste sobre todo en que desde la
fecundación tiene ya su propio patrimonio genético «distinto del de la madre». Y
lo mismo dígase del sistema inmunológico (3). Esto no quita que la dependencia
de su madre sea muy intensa, pero esto no es una prerrogativa del feto sino que
también lo es del niño ya nacido (4).
Pero hay
algo científicamente admirable. La maravilla científica del ADN deja a las
claras que la primera célula humana viviente que existe (esto es, la que es
formada cuando el espermatozoide del varón penetra el óvulo de la mujer), ya
contiene un ADN único y exclusivo del nuevo ser humano (5). Este ADN es
diferente del ADN de los padres, es único e individual, y esto para siempre (6).
Dicha característica el ADN no la adquiere al nacer el niño, ni siquiera a los
meses del embarazo, sino desde la «concepción» (o fecundación, o unión del óvulo
con el espermatozoide) del nuevo ser (7). Por lo tanto, desde el comienzo de
esta primera célula en adelante, existe un nuevo y totalmente diferente ser
humano. Si al momento de la fecundación, de la concepción, se destruyera ese ser
concebido, o las células que después se desarrollarán, se ADN humano que existió
no se repetirá otra vez en otro ser (8). Desde la ciencia, pues, es claro que la
infalibilidad del ADN prueba que desde su primera célula, el embrión en el
vientre de la madre no constituye, con absoluta seguridad, parte del cuerpo de
aquélla. Al momento de la concepción comienza efectivamente la construcción
genética de la persona.
Por ese motivo los rasgos que caracterizan y definen al ser que
pertenece al «género humano» se encuentran ya en el embrión, pues el ADN o
genoma humano identifica a una persona con un signo característico e
irreductible –y por ello inviolable– de «humanidad».
De manera
semejante, la ciencia demuestra que el ser humano recién concebido es el mismo,
y no otro, que el que después se convertirá en bebé, en niño, en joven, en
adulto y en anciano (9). Sería muy bueno que en este punto tan fundamental la
opinión pública fuera informada adecuadamente por los medios de comunicación,
con artículos, declaraciones y opiniones de los más autorizados científicos en
la materia.
Creo que es importante profundizar en el tema, hasta por
honestidad intelectual, aunque por profesión no seamos biólogos o médicos. Por
el sólo hecho de un tema fundamental de humanidad.
Y una última
palabra, no ya referente a la concepción sino directamente al aborto ya hecho,
hecha también desde la ciencia, pero ahora desde la psicología y la psiquiatría.
Últimamente se está estudiando el llamado «síndrome post-aborto». La cuestión ha
sido investigada por la Universidad de Baltimore, USA, y la Real Academia de
Obstetricia de Inglaterra, entre otras prestigiosas instituciones de Estados
Unidos, Canadá, Francia, Inglaterra, Suiza, Australia, Dinamarca y Finlandia. En
algunos manuales de Psicología y Psiquiatría de numerosas universidades ya se ha
incluido dicho síndrome (10). Ocasiona trastornos y dolencias a la madre que lo
ha cometido.
II. Ese
embrión, ese feto, que es una persona humana, y no una simple simiente
Las ciencias
biomédicas pueden determinar que se trata no de una simple simiente sino de un
«ser humano individuado e individual», pero no pueden definir el estatuto
filosófico o jurídico de «persona humana», y tampoco definir que es sujeto de
derechos humanos. Esto corresponde a la filosofía y al derecho. Tampoco,
ciertamente, están en condiciones de afirmar que ese ser tenga alma inmortal o
sea hijo de Dios. Esto corresponde a la religión. Pero el hecho de
saber que se trata de un ser humano individual, con patrimonio genético (y
sistema inmunológico) propio, con ADN diferente de la madre y del padre, ya nos
dice muchísimo.
Por ello,
una vez concebido, (e incluso desde una perspectiva científica) no puede decirse
que ese ser sea simplemente «vida» a secas (como puede ser considerado un tejido
orgánico crio-conservado, por ejemplo), sino que es «vida humana e individual», y nosotros
decimos que es persona viviente, no puramente en un sentido potencial general.
Porque si así fuera, esto es, si viéramos al «nascituro», lato sensu como «vida
biológicamente de índole humana», no estaríamos haciendo justicia a las
conclusiones de la ciencia: su carácter humano, individual, irrepetible. Esto
último lleva necesariamente a que ese «ser», al que se le niega la atribución de
persona en sentido pleno, no se haga, por ende, acreedor a la protección debida
por parte del ordenamiento jurídico positivo.
El ser
concebido debe ser considerado propia y efectivamente «persona», esto
es, un ser
personal con «subjetividad jurídica», sujeto de atribución de derechos humanos.
La protección que dicho ordenamiento jurídico debe a las personas es absoluta e
incondicionada, también a las personas «no nacidas» pero existentes. Esta es sin
duda la base del derecho fundamental, «pilar basal de todos los demás», que es
el derecho a la vida, sobre el cual se asientan todos los demás derechos. El
derecho a la vida es verdadera piedra angular en la vía del progreso moral de
la humanidad.
Es un derecho fundamental que proviene de la dignidad que
corresponde a cada ser humano, por ser tal. Y por eso mismo, la fuente última de
los derechos humanos no se sitúa en la mera voluntad de los seres humanos, en la
realidad del Estado, de los poderes públicos, sino en el ser humano mismo y en
Dios su creador. Frecuentemente se combate este pensamiento bajo la razón de que
éste podría quizá tener validez para las personas católicas prácticas, o
religiosas, pero que en sí no constituiría un principio sostenible
universalmente, y tampoco en sentido jurídico. Pero es una cuestión de la propia
natura humana, creada y elevada, claro está, por Dios.
El hecho de
«ser humano» ya concebido constituye sí mismo una dignidad, una atribución digna
a la índole humana. Ese carácter de persona, de perteneciente a la humanidad, de
ser racional, inteligente, volitivo, espiritual encuentra su dignidad en la
propia condición humana y en la imagen de Dios que hay en cada hombre. En el
mundo de hoy, también hay que decirlo, se percibe una fractura entre la
antropología y la ética, marcada por un relativismo moral según el cual se
valoriza el acto humano, no con referencia a principios permanentes y objetivos,
propios de la naturaleza creada por Dios, sino conforme a una ponderación
meramente subjetiva: «mi propia decisión, mi propio parecer, mi propio proyecto»
por encima de todo y de todos. Esta «ponderación meramente subjetiva» seguida de
decisión también puramente subjetiva puede ser llamada «decisionalismo», en
sentido de no valorar justamente los derechos de los demás. Claro está, aplicado
ese decisionalismo al nascituro, ponderando sólo el «derecho a decisión»,
devenido absoluto, deriva en la desprotección del nuevo ser concebido, e incluso
en su supresión, como es el caso del aborto procurado.
III. El
«drama humano» hoy día
Para no
pocos la gran solución consistiría en la despenalización del aborto. Sin
embargo, en la experiencia de los países que han legalizado el aborto se
manifiesta claramente que dicha legalización no ayuda a la desaparición de
aquéllos, sino a que aumenta –incluso considerablemente- su número. El efecto
multiplicador de la legalización del aborto se debe a que la opinión pública
general ve como bueno lo que es legal, lo que se despenaliza, y cada vez se
banaliza más en las conciencias la decisión de abortar. Esto por aquellos del
«valor pedagógico de la ley», y por la tendencia a pensar que «todo lo legal es
moral y todo lo ilegal es inmoral», lo cual no es cierto. Ya lo decían los
antiguos romanos: «Non omne quod licitum honestum est» (no todo lo que es legal
es moral u honesto).
Estas
consideraciones, hay que repetirlo, no forman parte sólo de la doctrina y la
moral católicas, sino que se integran en un sentido común humanista. No se trata
evidentemente de fanatismo alguno (como hace también referencia al respecto la
declaración de la Conferencia episcopal argentina) ni tiene que ver
exclusivamente con las convicciones religiosas, católicas o no, sino que es una
obligación de conciencia para todos los que creen en el derecho a la vida y en
la dignidad del ser humano. Nuestra fe cristiana, esto sí, nos ilumina acerca de
que la dignidad de la persona humana tiene su más profundo fundamento en el
hecho de ser hijos de Dios y hermanos de Jesucristo, que quiso ser hombre por
amor a todos y cada uno de nosotros.
Nosotros,
como cristianos, tenemos esperanza y no vemos perdición y ruina en todo lo que
nos rodea. No queremos luchas intestinas ni estériles conflictos. Tenemos
conciencia, esto sí, de poseer un mensaje y una praxis que apunta al desarrollo
integral del ser humano, y fuerzas que pueden colaborar a realizarlo
efectivamente. Con humildad y con firmeza seguimos proponiendo el valor inmenso
de la vida humana y el maravilloso mensaje del Evangelio, de modo adecuado para
llegar al mismo corazón de la cultura de nuestro tiempo.
La defensa
de la vida, con los medios de la paz, con la convicción, con los medios de una
democracia sana y plural, es una deuda de honor para con el avance de nuestra
civilización. Es un
pilar, para construir la «civilización del amor». Es la
contribución al «humanismo integral y solidario» que queremos construir. Nuestra
civilización fue construida sobre estos basamentos. Desde el siglo primero, la
Iglesia ha afirmado la malicia moral de todo aborto provocado: «No matarás el
embrión mediante el aborto; no darás muerte al recién nacido» (11). Y asimismo
la tradición judeocristiana, como lo refiere la declaración de la Conferencia
Episcopal Argentina: «Toda la tradición judeocristiana basada
en los mandamientos de la Ley de Dios por miles de años consideró que el aborto
es un crimen (…) Las culturas cambian, pero los fundamentos esenciales de las
personas permanecen. La Ley de Dios y el sentido común nos han enseñado que la
vida es un gran bien que debemos preservar desde el momento que comienza»
(12).
Claro está,
como lo adelantáramos en el tema de la familia, la defensa de la vida debe darse
también en un marco social, y dígase lo mismo de la prevención del aborto como
tal. La adecuada información (incluso biomédica, como he dicho), la educación
sexual como educación para el amor, la educación familiar, la promoción de
programas sociales para la crianza de los hijos, la contención de adolescentes y
familias en riesgo, son fundamentales. Ni que hablar de la lucha contra la
pobreza y las situaciones de vida sub-humana y de la prevención de los
execrables hechos de abusos y violaciones. Un sentido humanista y un sentido
religioso de la vida humana desde el momento de la concepción hasta la muerte
natural nos ayudará a construir una civilización más humana, más digna del ser
humano. Por último, no olvidemos que, para quien ha tenido la situación de
incurrir en un aborto procurado, queda siempre abierta la puerta a la luz de la
misericordia divina, a la reconciliación y a la paz. Tantas veces esa decisión es
fruto de grandes sufrimientos (sin excluir las presiones), todo lo cual, en un
sentido u otro, no queda sin consecuencias en el orden psíquico y espiritual
cuando no también físico. Esto no justifica en lo moral, pero los brazos
abiertos de Dios siempre nos esperan para abrazarnos, cuando hay
arrepentimiento. Más bien nuestra actitud ha de ser la de valorar cada día más
el don de Dios que ha dado a la humanidad: ser co-creadores de su Amor
creador.
+Oscar D. Sarlinga, Obispo de
Zárate-Campana
27 de agosto de 2006
Fuente:
Zenit, ZS06090201